La noche era gélida en la megalópolis. A los pies del inmenso coloso de mármol, la nieve se amontonaba hasta la altura de la placa en la que aparecía esa célebre inscripción, una frase que todos los habitantes de Germania repetían cada mañana antes de empezar la jornada de trabajo o las lecciones de adoctrinamiento: “Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos". Adolf Hitler. 1889 – 1956.
El cuadricóptero pasó por encima de la efigie soltando un chorro de aire caliente que limpió de nieve la cabeza de la estatua, borrando del rostro del Fürhrer ese estúpido tupé estilo Elvis Presley que tenía. Después, tras dar un giro demasiado brusco para mi gusto, aterrizó en la gigantesca plaza que daba acceso al Capitolio.
Cuando puse los pies en la capital del Reich, sentí un nudo en el estómago y un escalofrío. Supongo que lo primero era de pura excitación y lo segundo por el maldito frío que hacía en Germania esa noche. Para ser honesto, debo decir que en verdad, mi desasosiego no era por la reunión donde debía entregar el maldito informe de la situación en América, eso me importaba una mierda; mi estado de nervios se debía a lo peligrosa que era mi verdadera misión. Estaba citado con el jefe de la NSA, un tipejo ridículo que intentaba disimular su alopecia con un largo mechón de pelo aplastado a modo de peluquín sobre un cráneo pequeño y rosado. Para completar tan penosa imagen, el tipo tiene una dentadura deforme y amarilla y unos ojos estrábicos. Übermensch, el perfecto alemán ario. Seudónimo que nadie se atreve a pronunciar en presencia del director de las Neue Sturmabteilung. Todo el mundo sabe que esos tipos son unos psicópatas. Si ves un brazalete con el logotipo NSS, mejor desaparece de su campo de visión.
Durante la reunión mi inquietud no pasó desapercibida y tuve que inventarme una excusa sobre mi estado de salud. Improvisé algo relacionado con unas fiebres padecidas durante mi estancia en América del sur. Gentes sencillas e inferiores, quizá deberíamos haberles enviado algunos misiles también a ellos; tuvieron suerte de que en esos países atrasados y sin apenas tecnología hubiera una importante colonia de ciudadanos del Reich, comentó Her Ludwing al respecto. Lo importante es que ganamos la guerra, igual que aplastaremos esta “pequeña rebelión”.
Yo no era tan optimista como Her Ludwing, pero yo solo soy un simple funcionario, un don nadie que en ese momento solo pensaba en salir de allí lo antes posible.
Cuando la reunión terminó, tras el riguroso saludo al Fürhrer Dönitz con el brazo derecho en alto, dejé a esos fanáticos demagogos con sus asuntos y me dirigí al único bar que - según me dijo el piloto del cuadricóptero - podía abrir después del toque de queda.
El portero me miró como si fuera una mierda pegada a su zapato. Me pidió alguna credencial que pudiera permitirme el paso. Para un espía eso no es complicado, bastó con que le extendiera un billete de diez marcos junto a uno de mis documentos de identidad falsos y no hubo problema.
Cuando entré, comprendí por qué ese local tenía permiso para abrir por la noche. Aquel antro era un tugurio donde se solazaban los oficiales de la Gestapo y los jerarcas del partido. El lugar perfecto para que los terroristas de Karma pusieran una bomba, pero eso a nadie excepto a mí, parecía importarle.
Los tipos que bebían cerveza allí, no le temían a nada, por algo llevaban una calavera en sus gorras. Eran expertos en dar palizas en calabozos sórdidos, donde los gritos y los sollozos eran una cacofonía que no parecía tener fin. Ahora disfrutaban de esa camaradería tan propia de los torturadores de los regímenes autoritarios, esa tan habitual entre hombres con el mismo credo y condición.
Después de tantos peligros pasados, sería irónico morir en un atentado en Germania, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Así que me senté al fondo del local a disfrutar de una genuina cerveza alemana y de la música que salía de una máquina holográfica, otro invento más de los científicos alemanes, los hijos de los que se adelantaron a los americanos del Proyecto Manhattan. Al menos este no sirve para matar a millones de personas; acaso de aburrimiento, si terminan poniendo en bucle esas estúpidas canciones tradicionales que cantan a coro cuando están borrachos.
Entre tantos sádicos uniformados hay algunos civiles que como yo, deben ser burócratas o lameculos del partido. Hombres de negocios y traficantes de armas, todos fieles al Reich y a sus propios intereses.
Sigo observando el entorno, lo llevo haciendo toda mi vida, tanto que a veces siento que solo soy eso, un espectador que contempla desde un patio de butacas esta absurda tragedia que es la vida.
El camarero parece una especie de robot de plástico, el pelo tan engominado que parece petróleo, el bigote al estilo Adolf, le da un aspecto todavía más artificial y más patético. Los dientes son demasiado grandes para esa boca de labios finos que sonríen mientras se acerca hasta mi posición desde el fondo de la barra. Una Köning Ludwing, por favor. Excelente elección señor, es la mejor cerveza que tenemos, se la sirvo en un segundo. Danke.
El primer trago siempre es el mejor; cuando el líquido atraviesa los dos dedos de espuma y entra por la garganta camino del estómago. Esa sensación es única. Mientras paladeo el néctar de los dioses, observo mi entorno. Los Nazis de los uniformes negros, los camisas pardas, los civiles, todos pasan por mi escáner sin que llamen mi atención, salvo uno, más bien una. A unos cinco metros, tras los cabrones de la Gestapo, la mujer más bella que he visto en mi estúpida e insignificante vida, charla con otras dos mujeres que, aun siendo bellas también, no hay comparación posible. Esa criatura no puede pertenecer a este mundo tan sórdido y mezquino. Ese ser debe ser de un lugar donde reina la belleza y la perfección, justo lo contrario que en esta mierda de dictadura.
El foco de mi atención ilumina solo su figura, todo lo demás es una sombra borrosa, cuerpos oscuros que se mueven como espectros a su alrededor sin poder tocarla.
La observo como un perro hambriento a su dueño mientras este se da un atracón, como un náufrago a un barco lejano que pasa de largo. Bebo y miro, y por dentro ardo como un tizón. Nuestras miradas se cruzan y me siento como un muerto llamando a las puertas del cielo.
Siempre he sido un tipo incapaz de tomar decisiones, por triviales que estas sean. Un tímido y un cretino que ha dejado pasar demasiadas cosas por vergüenza o por falta de carácter. Ese es mi sino, o lo era hasta hoy. Una personalidad que no parece apropiada para el oficio de espía. Nada más alejado de la realidad. Esa imagen glamurosa que se tiene de nuestro oficio es tan artificial como inexacta.
Los espías no somos esos tipos duros y apuestos de las películas y los libros, productos masivos con enormes ganancias y escasa calidad. Somos, sobre todo, y en gran medida, individuos solitarios, introvertidos y con una mente en extremo racional y analítica.
Volvamos al grano, al verdadero meollo de la cuestión y dejemos a parte las reflexiones sobre mi oficio y mi carácter y centrémonos en la cuestión de mi físico. Algo importante en cuanto al éxito o fracaso de mi nueva misión de conquistador.
Allí estoy yo, un tipo corriente en un bar atestado de psicópatas nazis, todos más altos, más rubios y más guapos, pero menos interesantes. Eso lo pienso para darme ánimo, la tarea que me espera es hercúlea, por lo que un poco de motivación no está de más antes de afrontar tan colosal reto. Por si fuera poco, además de no ser precisamente un Adonis, soy un jodido traidor al que esos tipos de los uniformes negros enchufarían a una batería de un jodido Volkswagen si descubrieran quién soy en verdad. Pero eso poco me importa, pues estoy decidido a probar el fruto prohibido de Germania, la megalópolis creada por un tirano con un aspecto tan patético como el del tipejo que ya camina hacia esa valkiria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario