Faltan ocho horas para nuestro encuentro. Nunca me gustó esperar, aunque la vida quizá solo es eso, una unión de sucesos encadenados por intervalos de tiempos muertos. Curiosa expresión, el único que no puede morir es precisamente él pues existe desde siempre. Nos pasamos la vida mirando el calendario y esperando que llegue la fecha que está marcada en él. Estas horas que restan hasta la cita debo aprovecharlas. Deberíamos aprovecharlas todas, como si cada segundo fuera el último, pero en vez de eso, solemos desperdiciarlas en actividades aburridas o que no aportan nada. Solo cuando se acerca el final y hacemos repaso de lo que hemos vivido, tomamos consciencia de con cuanta frecuencia y facilidad hemos malgastado nuestro tiempo.
Debo centrarme en no cagarla hasta las diez, ya habrá tiempo de disfrutar cada día cuando seamos al fin libres. Pronto será de noche, el solsticio de invierno apenas deja horas de luz en esta latitud, el sol apenas calienta la tierra que permanece helada. Agazapado tras unas brumas invernales parece un espectro despojado de su fulgor. Ocho minutos, ese es el tiempo que tarda en llegar hasta mí su energía, apenas la percibo, como tantas otras maravillas que nos han robado.
Entro en una cafetería antes del toque de queda. El olor a café es maravilloso. El local es acogedor y al entrar se agradece el cambio de temperatura. Está casi lleno pero el silencio es total, solo se oye e el sonido de la máquina de café y el trasiego de los camareros. Las escasas conversaciones, son apenas unos susurros entre comensales. Tras tantos años de opiniones silenciadas, nadie se atreve a levantar la voz; menos para expresar una opinión. El miedo a los teléfonos pinchados y la constante vigilancia de las conversaciones en locales públicos ha enmudecido a una población que ya no recuerda aquellos tiempos en los que era difícil mantener una conversación en un bar, donde todo el mundo hablaba a la vez y cada vez más alto, entre risas y bromas y con total libertad. Ahora todos somos de alguna manera vigilantes, todos sospechamos del vecino y nadie confía en nadie. El Reich ha conseguido anular la voluntad individual para siempre.
Me siento en una butaca a disfrutar de un café mientras pienso en mi futuro, de momento no pueden escuchar los pensamientos, ese es el único refugio que nos queda, el único personal e inviolable. Pueden anular nuestra voluntad, doblegarla hasta extinguirla, pero no pueden anular nuestra identidad. Soy lo que soy, eso nunca podrán cambiarlo.
No hay nada extraño en el grupo de personas que comparten espacio en la cafetería. El oficial de las NSS observa con desprecio a ese grupo de piojosos que agachan la mirada ante su imponente y aterradora presencia. Seguro que le encantaría encontrar a un judío entre tan selecto grupo, algo díficil, pues fueron exterminados el noventa por ciento. Me observa con atención, como si estuviera pensando en que yo no encajo en ese lugar, intento no parecer nervioso, incluso me atrevo a hacerle un gesto con la cabeza a modo de saludo, en plan Hail Dönitz, hijo de puta, así te atragantes con esos pastelillos y te mueras, malnacido. El tipejo me sonríe mientras la dependienta le entrega un paquete con dulces un tanto turbada, seguro que al muy cabrón le esperan en casa su entregada esposa y sus retoños arios para merendar en familia.
Cuando el tipo del uniforme marrón desaparece del local, los presentes respiran aliviados. En mi esquina siento el calor que desprende una estufa que tengo al lado; bajo la ventana por la que observo como la noche va engullendo la ciudad. En un par de horas no habrá nadie por las calles, solo soldados patrullando. Los ataques de Karma son cada vez más frecuentes, algo que el régimen se empeña en quitarle importancia.
Tal vez no esté todo perdido y al final el pueblo terminará rebelándose. No estaré aquí para verlo, de nuevo me comporto como un cobarde, pero qué otra cosa puedo hacer, Erika está en peligro y debo protegerla, ella es lo único que me importa, nuestra felicidad está por encima de una hipotética revolución que, lo más probable es que termine fracasando o que, si al final triunfa, sirva solo para poner a otro tirano en el trono. Para un cínico como yo nada de eso tiene importancia, si he espiado para los americanos no ha sido porque piense que son mejores que los alemanes, su democracia apesta tanto como nuestra dictadura. Todas las cloacas arrastran la misma podredumbre. Lo que he hecho, lo he hecho por despecho y por odio y no hay nada peor que vivir con eso dentro, es como un parásito que te devora las entrañas.
Termino el café y salgo a la calle, falta una hora para el toque de queda y el tráfico es cada vez menos denso, los que caminan por la calle se apresuran a llegar a sus casas, como si temieran que una horda de hombres lobo baje de las montañas a devorar al rebaño en el que se han convertido. Los únicos monstruos que saldrán a la calle esta noche, llevan uniforme y el pelo corto y, por descontado, caminan erguidos y orgullosos por una ciudad que les pertenece. No pienso esconderme como un cordero de los lobos, eso se acabó. De hecho mis pasos se dirigen hacia una de sus guaridas, donde esperaré a que llegue la hora de la cita con mi amada Erika, mi fruta prohibida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario