En el tren de regreso a Germania pienso en
ella, en su voluptuosidad y en su cuerpo ardiente de deseo, en el pequeño
apartamento donde nos entregamos al único placer que podemos permitirnos en
esta tiranía en la que vivimos, rodeados de miedo y fanatismo. Ese piso bohemio
donde se ocultan, además de nuestras pasiones, canciones que gritan libertad y
libros prohibidos. Nadie en su sano juicio atesoraría en su piso tal cantidad
de material ilegal, salvo un loco o un miembro del partido, libre de
toda sospecha. Nadie registrará un piso como ese, eso es seguro. Nuestro
pequeño nido de amor y poesía.
No puedo evitar sentir cierta alegría por
ser yo a quien se le han entregado esos informes; de haberlos recibido otro
agente la cosa sería muy distinta, tal vez sea el destino, tal vez alguien nos
esté diciendo que es el momento de desaparecer y dejar esta vida errante y
miserable para siempre. En algún lugar debe haber un refugio donde estar a salvo, debe haber un lugar donde podamos vivir
en paz hasta el fin de nuestros días. Tal vez sueño despierto mientras me muevo dentro de esa bala de metal que recorre
Alemania como un proyectil hacia la ciudad de la que debería huir. Tengo un mal presagio con
todo este maldito asunto. Sé que algo no encaja, mi mente analítica me muestra, con su lógica
aplastante lo que de verdad está pasando, pero me niego a ver lo obvio y me aferro, por una vez en mi
vida a la ilusión, y a eso que llaman amor.
El puente sobre el río Havel, con sus
mármoles blancos que reflejan las luces de los reflectores, recibe a los que
visitan la capital del nuevo Sacro Imperio Romano Germánico. Más grande y más
aterrador gracias a la fusión nuclear. Llegados de todos los rincones del
imperio, por negocios o por placer, los
primeros más que los segundos, pues bajo el régimen pocos pueden permitirse el
turismo; la mayoría de los placeres están prohibidos, salvo para los
gobernantes y sus acólitos que se dedican a darse la buena vida en todo tipo de
bacanales.
Cuando el tren comienza a desacelerar,
aparecen las esculturas de los mártires y héroes de la patria, los clásicos y
los modernos. Dioses y guerreros de la mitología se mezclan con nazis famosos
a lo largo de una gigantesca arteria por la que discurre la sangre de esta
gigantesca ciudad, tan espesa como podrida. Pequeños glóbulos rojos sin identidad
que dan forma a una masa espesa que fluye siempre en la misma dirección.
Caminar entre esa masa gris me recuerda lo insignificante que soy, otra ameba
más que se retuerce en una charca donde cada vez hay menos oxígeno. Cada paso
nos acerca más y más al abismo.
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo hemos
perdido el último atisbo de humanidad que nos quedaba? Tras el genocidio judío
y el fin de la guerra, llegó la amenaza nuclear y con ella el miedo y la
pérdida de la libertad, donde todavía existía. Los americanos amenazaban con
arrojar sus bombas sobre Japón; solo eran eso, amenazas; el miedo a una
represalia con cohetes alemanes, lanzados desde las bases nazis en Sudamérica era motivo suficiente para disuadir
a los enemigos del Reich de llevar a cabo cualquier tipo de ataque. Los rusos
ya no eran esa bestia poderosa desde lo de Moscú, así pues, se llegó a un statu
quo de permanente vigilancia entre los dos bloques.
Cincuenta años después, todo sigue igual.
Las mentiras y la propaganda son las nuevas armas de control social y del
pensamiento, la red Giganet y los medios de comunicación, controlados por los
gobiernos y por las corporaciones afines, son la correa de trasmisión de la
opresión, un circuito cerrado del que nadie puede escapar. Solo los rebeldes de
Karma se atreven a desafiar tan colosal poder. El viejo orden prevalece,
mutando con cada siglo, como una vieja bestia que se adapta con asombrosa
rapidez a los nuevos paradigmas. Donde antes había un rey, ahora hay un bufón.
Entro en mi apartamento de la planta
catorce del edificio Richthofen, un icono de la arquitectura nazi. Todo
hormigón, como un jodido búnker. Algún valiente, que no es consciente de lo que
sucede en las salas de tortura de la Gestapo, ha pintado con un espray: “La raza
contra la máquina” frase de guerra de los soldados de Karma, en clara alusión a
la lucha del pueblo contra la maquinaria gubernamental. La línea que separa la
valentía de la locura es muy fina, como la que separa la vida de la muerte.
El interior del edificio parece uno de esos
viejos museos con lámparas de araña, moquetas en los suelos, espejos en las
paredes y escaleras de madera chirriantes por cuyo hueco discurre un ascensor que
suele estar siempre averiado.
El apartamento es pequeño y acogedor, al menos cuando no está como un estercolero, que suele ser las más de las veces. Es reconfortante volver al hogar, o al menos tener un techo; creo que lo primero no lo he tenido nunca y de lo segundo he tenido demasiado. Ni en la infancia pude sentirme seguro en la casa familiar.
Mi padre marchó a la guerra
y nos dejó a mi madre y mí en una ciudad en la que cada día había más hambre y
más bombardeos. Un día, temprano, llamaron a la puerta y cuando el cartero
entregó la carta a mi madre, la misiva no permaneció entre sus delicadas manos
más de tres o cuatro segundos, el tiempo que tardó en leer la fatídica frase
“Lamento comunicarle que el soldado…no terminó de leer el nombre que tantas
veces había pronunciado. Poco importaba que según su superior, su muerte no
había sido en vano, como tampoco importaba nada que le hubieran concedido la
Cruz de Hierro, máxima distinción al honor.
El Ministerio de Educación del Pueblo y Propaganda, es un templo de la supremacía aria. Un constante recordatorio de que la raza del norte de Europa es la única no contaminada. Fotografías de las películas de Riefenstahl y los que continuaron con su obra, adornan los pasillos por los que discurren los funcionarios. La seguridad es máxima, el edificio es objetivo de los terroristas de Karma.
Un informe de los que entregué en mi reunión de la semana pasada con Her Ludwing prevé un ataque a gran escala de los rebeldes en los próximos días. Con el giro inesperado de los acontecimientos, tal ataque puede beneficiar mis planes de fuga, cuanto más ocupado esté el gobierno sofocando la rebelión, menos tiempo y personal para buscar a un espía desaparecido.
Una vez pasados los pertinentes controles
de seguridad, me dirijo a la quinta planta, donde debo entregar el informe a un
funcionario que lo revisará con escaso entusiasmo, después lo pasará a su
superior y tras otra breve inspección por el funcionario de mayor rango -
mientras toma un café con las galletas que su querida esposa cocinó el domingo
- pasará a manos de otro empleado que lo digitalizará para archivarlo en la red
gubernamental, no sin que antes quede libre de las migas que se hayan desprendido durante el delicioso tentempié. Pura rutina.
Faltan doce horas para la cita. Repaso el
plan mientras paseo por los alrededores del Estadio Olímpico. Ya no se celebran
competiciones deportivas en su interior, solo eventos políticos a los que
asiste una masa gris y deforme, una colmena embrutecida y anestesiada que sigue
ciegamente las consignas de la abeja reina. Un cuervo grazna desde una de las
columnas que soportan los aros olímpicos. Citius, Altius, Fortius. Desde su
posición todo parece más pequeño y patético de lo que ya es de por sí. Un tipo
escuálido con una gabardina dos tallas más grandes, persigue un sombrero que
rueda por el asfalto impulsado por una racha de viento. Un perro corre ladrando
tras un coche al que no da alcance, de hacerlo, el mayor sorprendido sería él.
Nuestra existencia es como esa loca carrera sin sentido, persiguiendo aquello
que nunca logramos alcanzar.
Dejo atrás ese edificio que imita al
Coliseo de Roma. Aquí no hay gladiadores luchando por su vida, solo demagogos
gritando y escupiendo saliva tan reseca y ponzoñosa como su maldita ideología.
Si pudiera gritar y maldecir todo cuanto me rodea lo haría sin dudarlo,
prendería la mecha si supiera que las llamas lo van quemar todo, hasta los
cimientos más profundos de este régimen. Es la única manera. Estoy cansado de
vivir con miedo, harto de esta miseria y degradación moral en la que vivimos
sin darnos cuenta.
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