Mediocres del mundo ¡Me río en vuestra cara!

jueves, 18 de enero de 2024

Rendez-Vous (segunda parte)

 

El tren vuela a más de trecientos kilómetros por hora hacia Zúrich y lo hace de verdad, pues no tiene ruedas que giren sobre los raíles. En su lugar, gigantescos electroimanes elevan unos centímetros sobre las vías, el tren que recorre los prados tan rápido que los convierte en una especie de cuadro impresionista. Un gran invento de nuestros aliados japoneses. Yo soy alemán y aunque lleve una esvástica prendida en mi chaqueta, nunca comulgué con esos cabrones. Trabajo para el gobierno nacionalsocialista, es cierto; espiando a los enemigos americanos, pero también lo es, que solo le cuento al Reich, lo que los americanos me permiten. Así de enredada es mi vida. Si ya es peligroso y complicado el oficio de espía, la cosa se vuelve pura esquizofrenia cuando eres un agente doble. Más emoción imposible.

Mientras observo el lienzo sin fin que se desplaza a toda velocidad, pienso en ella. Su perfume todavía me acompaña. Todavía me parece increíble como se han desarrollado los acontecimientos. Desde aquel primer encuentro en ese bar de Berlín hasta hoy, me he sentido como el protagonista de uno de esos musicales prohibidos por el régimen, que tanto gustan a mis amigos americanos. No necesito un reproductor de música portátil - prohibido también - para que la música me acompañe allá donde voy. Esta banda sonora que me acompaña a todas horas, es producto de mi propio regocijo. Desde que ella es mi amante, la vida tiene sentido, tiene orden y lógica, algo que siempre aprecié y que nunca conseguí, hasta ahora.

Faltan treinta minutos para llegar a Zurich; esa ciudad que durante la guerra se declaró tan neutral como el fascista español Francisco Franco. Tras la victoria del Reich, poco tardó en convertirse en lo que ya era de forma oficiosa; el banco donde terminó el oro y el dinero expoliado a los judíos y al resto de los países vencidos. Después llegó el nuevo orden mundial y con él, una sociedad tan decadente y adoctrinada como solo era posible en los peores relatos distópicos. La realidad siempre supera a la ficción.

La ciudad es una mezcla de arquitectura barroca y posmodernismo difícil de casar. Para los dueños del nuevo mundo, edificios modernos según la concepción del mundo ario. En el centro todo permanece como antaño, cuando el antiguo régimen imponía su yugo. Altar, trono y espada. Nada ha cambiado. Antes quemaban a los herejes, ahora arden los libros. No hay suficientes hogueras para quemarnos a todos.

He viajado hasta esta ciudad para reunirme con un agente de campo del servicio secreto de la Federación Balcánica, una mala bestia cuyo sadismo es tan famoso como sus tatuajes. Ese tipo me da más miedo que un interrogatorio de la Gestapo, pero no puedo hacer nada para evitar el encuentro, pues es una orden directa del jefazo de la CIA en Europa. Es lo que tiene jugar en dos bandos. Si alguien del servicio secreto alemán se entera de mi presencia aquí, debo decir que he venido a ver al director de la Oficina del Tesoro por un encargo de Her Ludwing, confiando en que cuele y no se investigue el verdadero motivo de mi presencia en Zúrich. Así pues, lo mejor será permanecer oculto las dos horas que faltan para el encuentro en uno de los pisos francos que uso cada vez que tengo que visitar la ciudad.

Desde la ventana del minúsculo apartamento contemplo el atardecer. Nubes desmembradas surcan un cielo que se empieza a volver cada vez más oscuro. Se encienden las primeras farolas con una luz tan fría como artificial. Me muevo por el habitáculo arrastrando los pies descalzos, para no hacer ruido; a ese grado de paranoia he llegado por culpa de este trabajo. Soy un fantasma asomado a la ventana, la sombra de un recuerdo, el eco de un inquilino suicida.

Mientras la noche engulle las calles, repaso el informe que debo entregar a ese lunático. Datos de objetivos que deben ser silenciados, eufemismo que emplean los cabrones que deciden quien vive y quien muere para preservar la seguridad nacional y por la supervivencia de la democracia. El fin justifica los medios. Así es este oficio.

Cualquier día será mi nombre el que aparezca en una lista como esta; por ahora tan solo soy el emisario de la muerte y la bestia rumana con aspecto de jakuza. Seguro que disfrutará cumpliendo esas órdenes el jodido tarado.

Faltan treinta minutos para el encuentro. Observo las fotos de los pobres diablos que están sujetas a la ficha con un clip y de pronto el mundo se detiene. Lo que veo me deja helado, no puede ser real, lo que veo no tiene sentido, ella solo es una funcionaria del Ministerio de Cultura ¿Por qué está su fotografía y su ficha en esta carpeta, cómo es posible? ¿Qué clase de broma de mal gusto es esta?

¿Acaso estoy soñando? Vuelvo a mirar la fotografía por si es mi mente la que me está engañando y no es ella la mujer de la instantánea, sino alguien que se le parece mucho, es posible que mi mente me haya confundido por unos segundos.

Compruebo horrorizado que es Erika, no hay la menor duda al respecto, aunque en la ficha de la inteligencia americana figura otro nombre ¿Será quizá su verdadero nombre y Erika no es más que un nombre tan falso como los que suelo utilizar yo? No es posible, ella no puede ser una espía, debe tratarse de un error. Compruebo el resto de informes, por si hubiera algún dato que pueda decirme por qué mi amada Erika está en esta lista. Ningún objetivo pertenece a su ministerio, ni tiene relación con ella que yo sepa, por tanto, no hay lugar a equivocación; si el gobierno americano la quiere muerta debe ser por algún motivo que yo desconozco. De pronto un escalofrío recorre mi cuerpo entumecido, si entrego este informe al agente rumano, será el final de nuestro amor, me estremezco al pensar lo que ese asesino le hará si esta información se le entrega. Antes me tiro desde el puente que entregar esta maldita ficha.

Apuro el último trago de coñac antes de salir del apartamento. Sobre el cenicero, la fotografía de Erika desprende una llama azul mientras su bello rostro se consume bajo el fuego, dejando por un instante el aire impregnado de olor a papel quemado.

Voy a pie hasta el punto de encuentro, no queda lejos del piso franco, solo debo atravesar una avenida por la que apenas hay gente a esa hora. Aun así, siento que en cualquier momento, de la nada van a salir un par de tipos con gabardina y sombrero y tras identificarse me van a introducir en un coche de camino al infierno. En vez de eso, recibo una pitada de un conductor cuando cruzo por donde no debo. El corazón me late desbocado. Siento que la camisa se me pega al cuerpo a pesar del frío.

Respiro por la nariz despacio, como me enseñó mi padre cuando me daban los ataques de asma. Inspirar, aguantar, expirar; despacio, hinchando los pulmones, sintiendo como se llenan del preciado oxígeno. Ojalá volviera a esa habitación llena de libros y de buenos recuerdos, a su calor y a su protección, ojalá no hubiera salido nunca de esas cuatro paredes donde me sentía libre. El mundo ha cambiado mucho desde esos días; cuando todo apuntaba a que, por segunda vez el destino del pueblo alemán estaba escrito en clave de humillante derrota. Esta vez no fue así. Cuando las bombas atómicas borraron del mapa el Imperio Británico y llegaron hasta Moscú todo cambió.

Desde debajo del puente, la figura del matón rumano parece más grande de lo que de por sí es. Estás hecho una mierda. Me saluda con su peculiar inglés con acento de los Cárpatos. Yo solo digo buenas noches, no me apetece entablar una conversación con ese tipo. Le entrego el portafolio y antes de que vuelva a decir una de sus típicas gilipolleces, doy media vuelta y me alejo de allí por donde he venido. Hasta luego hombrecillo apresurado, su frase de despedida suena a burla. Adiós Vlad el Empalador, susurro yo mientras desaparezco de su vista entre la niebla.

Debo proteger a mi amada del peligro que se cierne sobre ella, por lo que debo hacer creer a mis superiores que el psicópata rumano le ha dado boleto. Eso es fácil decirlo ¿Cómo podré lograrlo? Primero tendré que hablar con ella, mostrarle el informe para que sepa el peligro que corre. Deberá ser honesta conmigo y decirme por qué el servicio secreto americano la quiere muerta, a ella, que no es más que una simple funcionaria. Después habrá que hacerla desaparecer.



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