Como el alfarero de La Caverna, José Saramago daba forma a las palabras como si fueran barro, convirtiendo una masa densa y deforme en un prodigio de orden y sentido. Una cocción perfecta daba a sus creaciones, el brillo y la dureza justa para que no se agrietaran y soportaran el paso del tiempo como si estuvieran hechas de un material eterno.
Solo a alguien tan lúcido se le podía ocurrir que la ceguera, bien puede ser blanca en vez de negra. La oscuridad solo es la ausencia de luz debió pensar, por tanto, la ceguera puede ser provocada tanto por la ausencia total de luz como por lo contrario. Así era don José, alguien a quién le gustaban las paradojas y los sinsentidos. Un maestro con su propio evangelio, imposible de duplicar. Ojalá la muerte, de la que tanto escribió, no se lo hubiera llevado, pero, aunque durante algún tiempo, en el mundo de Saramago, su trabajo fuera intermitente, al final, la parca volvió a hacer lo que debía hacer y a él también se lo llevó, como a todos los demás, por mucho que nos duela. Algunas personas no deberían morir nunca, otras ni siquiera deberían nacer. De las primeras queda el recuerdo en los que compartieron su vida con ellos, para el resto, queda su legado. De las segundas no merece la pena acordarse. De don José nos quedan sus libros, repletos de reflexiones tan agudas como inagotables.
Muy atinado escrito, en honor al gran escritor José Saramago. ¡Bravo!
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