Mediocres del mundo ¡Me río en vuestra cara!

lunes, 29 de enero de 2024

Rendez-Vouz (quinta y última parte)


Faltan dos horas para el ansiado encuentro y ya me he tomado tres cervezas, la máquina holográfica solo reproduce una silueta fantasmagórica que danza pidiendo que se inserten más monedas. La música proviene ahora de un grupo de soldados borrachos que cantan una canción que no me suena de nada. Pienso en la cantidad de canciones que este maldito gobierno ha prohibido, en cuantos artistas han sido silenciados y en la cantidad de obras de arte que no hemos podido disfrutar por su culpa. Pienso en cómo habría sido este país si no hubiéramos ganado la guerra ¿habríamos sabido reconciliarnos con el resto del mundo? Pensamientos de borracho, mejor voy al baño a mear y lo dejo fluir, nunca mejor dicho, que fluya, que fluya. Salgo del local a respirar aire fresco. Hace menos frío y llueve un poco. Todo parece en calma. La que precede a la tormenta. Envalentonado por el alcohol que corre por mis venas y la determinación de que, pase lo que pase, hoy será una gran noche, decido ir hasta el lugar de la cita caminando. 

Falta una hora, por lo que tengo tiempo de sobra. Enciendo un cigarrillo (al menos eso no lo han prohibido) y tras toser, me acuerdo que lo dejé hace años. Es extraño volver a sentir esa sensación en la garganta. Me abrocho mi abrigo estilo zar ruso y me pongo en camino. Si me para alguna patrulla, tengo un salvoconducto firmado por Her Übermensch que me permite entrar y salir de cualquier sitio a cualquier hora. Ventajas de mi oficio. No hay nadie en la calle por la que avanzo. Ni patrullas ni rebeldes, solo mi sombra proyectada por una farola que a duras penas ilumina el bordillo y un metro de acera a su alrededor. 

Dejo atrás la Cancillería y recorro el bulevar Albert Speer, una milla repleta de más esculturas de héroes mitológicos y germanos que conduce hasta el Museo de la Supremacía, un templo para honrar al superhombre ario, a imagen y semejanza de la Acrópolis de Atenas. A ver si los espartanos vienen ya y arrasan con todo. Dicho y hecho. Estoy a unos minutos del lugar elegido para el encuentro cuando de pronto una luz pasa por encima a gran velocidad, seguida de una portentosa explosión ¡Joder el ataque es hoy, pues sí que era inminente, joder, justo hoy, justo ahora! En cuestión de minutos las calles se llenan de rebeldes de Karma con armas de asalto de gran calibre. Van camino de la Cancillería. Minutos después empiezan los tiros y las explosiones. Salgo corriendo de allí mientras silban las balas ¡Esto no estaba previsto! Tengo un brazalete con el símbolo de los insurgentes, así que me lo pongo para evitar que me peguen un tiro. No sé si es buena idea, pero no sé qué hacer, por el momento me refugio tras un coche. 

Al final de la calle aparece un jodido tanque que dispara contra un grupo de soldados que se convierten en puré. Un misil revienta el panzer como si fuera de cartón. Salgo corriendo de allí antes de que llegue la infantería y me masacren al ver mi brazalete. Corro como si fuera el jodido Jesse Owens en el treinta y seis. Él por la gloria olímpica y por dejar en ridículo al cabrón de Adolf, yo por mi pellejo y por lujuria; incluso con el mundo abriéndose ante mí, sigo pensando en acostarme con Erika, a la vista de los acontecimientos deberíamos hacerlo sin demora. Carpe Diem. 

El pecho me arde mientras el corazón bombea oxígeno a mis músculos agarrotados. Intento recuperar el aliento cuando por la esquina aparece una turba armada. Me quedo petrificado contra la pared, como un camaleón que intenta mimetizarse con el medio. Fracaso totalmente. Un tipo con un parche en un ojo me detecta - resulta irónico que, de los cien insurgentes, me haya visto un tuerto - y tras dudar si dispararme, al ver el brazalete de Karma me agarra de un hombro y tras darme un empujón me mete dentro del grupo, no sin antes darme una pistola que se saca de la entrepierna. A él, con el kalashnikov le basta por ahora. Sin tiempo para explicaciones ni para instrucciones, comienzan los tiros. Los soldados de elite del ejército, apostados al final de la calle, abren fuego sobre el grupo disolviéndolo como la mantequilla en una sartén. Un par de segundos después de que el tuerto reciba un tiro en el ojo que le quedaba sano, me tiro al suelo y ruedo hasta el pedestal de una estatua. A unos pocos metros hay una entrada al metro, solo debo arrastrarme como una rata que huye por el subsuelo y estaré a salvo. Aprovecho un momento en el que los rebeldes que han sobrevivido contestan lanzando granadas y me cuelo a trompicones en el subterráneo.

En los túneles, las explosiones se oyen amortiguadas, las luces parpadean y del techo se desprenden fragmentos. La estación debería estar cerrada; ahora no tengo tiempo de pensar en eso, debo encontrar una salida. Se oyen pasos y voces por los pasillos, los insurgentes deben de haber abierto las estaciones para moverse por ellas sin encontrar oposición. Esta vez consigo camuflarme con el entorno y avanzo a oscuras hasta la siguiente estación. Veo luz al final del túnel, algo que en sentido metafórico casi nunca he visto, soy un pesimista recalcitrante; teniendo en cuenta como están las cosas, es algo muy frecuente, casi nadie ve salida de este túnel en el que nos han metido.

Estoy más calmado, el estado de estrés al que se ha visto sometido mi organismo ha sido excesivo, provocando una reacción de pánico que a medida que se va reduciendo me está dejando algo mareado, mis músculos, de regreso a su estado normal, apenas me sostienen. Debo calmarme, se supone que estoy entrenado para soportar situaciones extremas, pero no para estar en mitad del jodido sitio de Stalingrado, para eso no he sido entrenado. Maldita suerte la mía, justo hoy debía desatarse el infierno que tanto tiempo llevamos esperando. Compruebo la hora, solo faltan veinte minutos para las diez, no dejaré de acudir a mi cita. Toca volver a correr. Los disparos y las explosiones suenan algo más lejos.

Sobre mi cabeza, unos cuadricópteros pasan zumbando con su aterrador estruendo. Comienza a llover. Primero una lluvia fina y racheada, después un auténtico aguacero. Exhausto, empapado y muerto de miedo llego por fin a mi destino. El corazón me late desbocado y el aire que exhalo me quema los pulmones. Apenas puedo tenerme en pie. Estoy en baja forma. Debería hacer más ejercicio físico; ahora es un poco tarde para pensar en eso. Ya no llueve, o tal vez sí, supongo que estoy tan empapado que no siento nada, tan insensible como un cadáver ahogado. No importa nada, da igual que el mundo se haga añicos ante mí. No soy un valiente, es un hecho. Si estoy burlando a la muerte es por amor ¿Acaso no es ese el mejor de los motivos?

Avanzo como un yonqui que busca desesperadamente su dosis cuando la abstinencia le carcome los huesos, como un lunático fugado del psiquiátrico. Llegados a este momento, todo me importa una mierda, ni si quiera me impresiona ver que no hay nadie en la recepción, solo un par de cadáveres asesinados a quemarropa. Debería volver a mi apartamento, tengo un mal presentimiento; ante este panorama quién no se echaría atrás. Desde luego nadie que no sea un insensato o esté harto de retroceder siempre. Las dudas respecto a Erika vuelven a asaltarme ¿Acudirá a nuestra cita en mitad de una batalla brutal? ¿Me ama lo suficiente como para jugarse la vida? Debo alejar esos pensamientos y centrarme en lo importante, en cómo vamos salir de una ciudad en guerra. 

Una explosión enorme sacude el edificio. Los cristales revientan a unos pocos metros de donde estoy agazapado tras un sillón. El proyectil ha impactado en el edificio de enfrente. Subo por las escaleras, no me atrevo a meterme en el ascensor. Avanzo despacio, aturdido por la enorme explosión que ha convertido en una antorcha el edificio contiguo. Se oyen gritos en su interior. En cualquier momento, a este le puede ocurrir lo mismo, mejor no pensar ahora en eso, solo en seguir subiendo. En la tercera planta me detengo un instante a recuperar el aliento. Me siento como uno de esos alpinistas que sufren alucinaciones por falta de oxigeno en sus embotados cerebros. Las luces del exterior se cuelan por un ventanal enorme, los neones del cartel publicitario del edificio que arde varias plantas más abajo, iluminan la estancia. Los colores, azul, rojo y verde se mezclan inundando el es- pacio que me rodea de unas figuras psicodélicas que, tal vez sean producto de mi mente intoxicada por tantas emociones y procesos químicos a los que no está acostumbrada. Permanezco tras los cristales, observando como la ciudad se desangra. Siento asco y pena, mucha pena. Somos una especie fallida, un experimento que se le fue de las manos a su creador y desde entonces, el pobre infeliz, abrumado por la vergüenza no ha vuelto a crear nada más y tampoco a dar señales de vida. Sus defectuosas y miserables criaturas, huérfanas desde ese día, están solas en esta tragedia sin final. Es la hora. Legó el momento por fin.

Entro en la habitación que tenemos reservada. No hay nadie, es pronto todavía, pero no puedo evitar sentir pánico ante la idea de mis temores no sean infundados. Empiezo a tomar conciencia que lo iluso que soy y lo ciego que he estado estos últimos meses. Desde el primer día sospeché que algo raro había en nuestra relación, sabía lo que era, pero me negaba a aceptarlo, aún ahora me niego a hacerlo y me aferro a la pueril esperanza de que ella no sea más que una funcionaria sentenciada a muerte por error y yo su salvador. Así es como debe ser, como en las películas y los libros que no han sido pasto del fuego. Los minutos pasan penosamente despacio mientras espero, creo que no he hecho otra cosa en mi patética existencia, esperar y las más de las veces, sin saber que estaba esperando, quizá solo un nuevo día, uno que traiga aire fresco y alguna novedad, tan solo eso. 

Desde la ventana veo destellos que presagian más muerte y destrucción, cuadricópteros rugiendo como bestias hambrientas de sangre surcan el cielo. Bombardean barrios enteros. Todo se derrumba ante mí. Salgo al balcón a ver si la veo aparecer por la esquina. Enciendo un cigarrillo unos segundos antes de ser consciente de lo estúpido que soy. 

Una hora después, entró en el hotel una mujer de una belleza deslumbrante. Subió las escaleras con parsimonia, como si no le importara llegar tarde, tal vez para una diva como ella era lo habitual, los mortales pueden esperar, eso forma parte de su insignificante vida. 

Abrió la puerta con la tarjeta codificada y tras cerrar, sin encender la luz, atravesó la estancia hasta llegar al balcón, donde había un cuerpo tirado en suelo. Aunque tenía la cabeza destrozada, sin duda era él, no necesitó buscar su documentación en la chaqueta para estar segura. Lo que no comprendía era por qué ese cretino llevaba puesto un brazalete de Karma. Tras permanecer en silencio unos minutos, se agachó hasta el cadáver y le dio un pequeño beso en la mejilla. Si te soy sincera, prefiero que me haya hecho el trabajo un francotirador. Cariño, deberías saber que el amor no nos está permitido a los espías.




Rendez-Vouz ( cuarta parte)

Faltan ocho horas para nuestro encuentro. Nunca me gustó esperar, aunque la vida quizá solo es eso, una unión de sucesos encadenados por intervalos de tiempos muertos. Curiosa expresión, el único que no puede morir es precisamente él pues existe desde siempre. Nos pasamos la vida mirando el calendario y esperando que llegue la fecha que está marcada en él. Estas horas que restan hasta la cita debo aprovecharlas. Deberíamos aprovecharlas todas, como si cada segundo fuera el último, pero en vez de eso, solemos desperdiciarlas en actividades aburridas o que no aportan nada. Solo cuando se acerca el final y hacemos repaso de lo que hemos vivido, tomamos consciencia de con cuanta frecuencia y facilidad hemos malgastado nuestro tiempo. 

Debo centrarme en no cagarla hasta las diez, ya habrá tiempo de disfrutar cada día cuando seamos al fin libres. Pronto será de noche, el solsticio de invierno apenas deja horas de luz en esta latitud, el sol apenas calienta la tierra que permanece helada. Agazapado tras unas brumas invernales parece un espectro despojado de su fulgor. Ocho minutos, ese es el tiempo que tarda en llegar hasta mí su energía, apenas la percibo, como tantas otras maravillas que nos han robado. 

Entro en una cafetería antes del toque de queda. El olor a café es maravilloso. El local es acogedor y al entrar se agradece el cambio de temperatura. Está casi lleno pero el silencio es total, solo se oye e el sonido de la máquina de café y el trasiego de los camareros. Las escasas conversaciones, son apenas unos susurros entre comensales. Tras tantos años de opiniones silenciadas, nadie se atreve a levantar la voz; menos para expresar una opinión. El miedo a los teléfonos pinchados y la constante vigilancia de las conversaciones en locales públicos ha enmudecido a una población que ya no recuerda aquellos tiempos en los que era difícil mantener una conversación en un bar, donde todo el mundo hablaba a la vez y cada vez más alto, entre risas y bromas y con total libertad. Ahora todos somos de alguna manera vigilantes, todos sospechamos del vecino y nadie confía en nadie. El Reich ha conseguido anular la voluntad individual para siempre. 

Me siento en una butaca a disfrutar de un café mientras pienso en mi futuro, de momento no pueden escuchar los pensamientos, ese es el único refugio que nos queda, el único personal e inviolable. Pueden anular nuestra voluntad, doblegarla hasta extinguirla, pero no pueden anular nuestra identidad. Soy lo que soy, eso nunca podrán cambiarlo. 

No hay nada extraño en el grupo de personas que comparten espacio en la cafetería. El oficial de las NSS observa con desprecio a ese grupo de piojosos que agachan la mirada ante su imponente y aterradora presencia. Seguro que le encantaría encontrar a un judío entre tan selecto grupo, algo díficil, pues fueron exterminados el noventa por ciento. Me observa con atención, como si estuviera pensando en que yo no encajo en ese lugar, intento no parecer nervioso, incluso me atrevo a hacerle un gesto con la cabeza a modo de saludo, en plan Hail Dönitz, hijo de puta, así te atragantes con esos pastelillos y te mueras, malnacido. El tipejo me sonríe mientras la dependienta le entrega un paquete con dulces un tanto turbada, seguro que al muy cabrón le esperan en casa su entregada esposa y sus retoños arios para merendar en familia. 

Cuando el tipo del uniforme marrón desaparece del local, los presentes respiran aliviados. En mi esquina siento el calor que desprende una estufa que tengo al lado; bajo la ventana por la que observo como la noche va engullendo la ciudad. En un par de horas no habrá nadie por las calles, solo soldados patrullando. Los ataques de Karma son cada vez más frecuentes, algo que el régimen se empeña en quitarle importancia. 

Tal vez no esté todo perdido y al final el pueblo terminará rebelándose. No estaré aquí para verlo, de nuevo me comporto como un cobarde, pero qué otra cosa puedo hacer, Erika está en peligro y debo protegerla, ella es lo único que me importa, nuestra felicidad está por encima de una hipotética revolución que, lo más probable es que termine fracasando o que, si al final triunfa, sirva solo para poner a otro tirano en el trono. Para un cínico como yo nada de eso tiene importancia, si he espiado para los americanos no ha sido porque piense que son mejores que los alemanes, su democracia apesta tanto como nuestra dictadura. Todas las cloacas arrastran la misma podredumbre. Lo que he hecho, lo he hecho por despecho y por odio y no hay nada peor que vivir con eso dentro, es como un parásito que te devora las entrañas.

Termino el café y salgo a la calle, falta una hora para el toque de queda y el tráfico es cada vez menos denso, los que caminan por la calle se apresuran a llegar a sus casas, como si temieran que una horda de hombres lobo baje de las montañas a devorar al rebaño en el que se han convertido. Los únicos monstruos que saldrán a la calle esta noche, llevan uniforme y el pelo corto y, por descontado, caminan erguidos y orgullosos por una ciudad que les pertenece. No pienso esconderme como un cordero de los lobos, eso se acabó. De hecho mis pasos se dirigen hacia una de sus guaridas, donde esperaré a que llegue la hora de la cita con mi amada Erika, mi fruta prohibida.

martes, 23 de enero de 2024

Rendez-Vous (tercera parte)

 

En el tren de regreso a Germania pienso en ella, en su voluptuosidad y en su cuerpo ardiente de deseo, en el pequeño apartamento donde nos entregamos al único placer que podemos permitirnos en esta tiranía en la que vivimos, rodeados de miedo y fanatismo. Ese piso bohemio donde se ocultan, además de nuestras pasiones, canciones que gritan libertad y libros prohibidos. Nadie en su sano juicio atesoraría en su piso tal cantidad de material ilegal, salvo un loco o un miembro del partido, libre de toda sospecha. Nadie registrará un piso como ese, eso es seguro. Nuestro pequeño nido de amor y poesía.

No puedo evitar sentir cierta alegría por ser yo a quien se le han entregado esos informes; de haberlos recibido otro agente la cosa sería muy distinta, tal vez sea el destino, tal vez alguien nos esté diciendo que es el momento de desaparecer y dejar esta vida errante y miserable para siempre. En algún lugar debe haber un refugio donde estar a salvo, debe haber un lugar donde podamos vivir en paz hasta el fin de nuestros días. Tal vez sueño despierto mientras me  muevo dentro de esa bala de metal que recorre Alemania como un proyectil hacia la ciudad de la que debería huir. Tengo un mal presagio con todo este maldito asunto. Sé que algo no encaja, mi  mente analítica me muestra, con su lógica aplastante lo que de verdad está pasando, pero me niego a  ver lo obvio y me aferro, por una vez en mi vida a la ilusión, y a eso que llaman amor.

El puente sobre el río Havel, con sus mármoles blancos que reflejan las luces de los reflectores, recibe a los que visitan la capital del nuevo Sacro Imperio Romano Germánico. Más grande y más aterrador gracias a la fusión nuclear. Llegados de todos los rincones del imperio, por negocios o por  placer, los primeros más que los segundos, pues bajo el régimen pocos pueden permitirse el turismo; la mayoría de los placeres están prohibidos, salvo para los gobernantes y sus acólitos que se dedican a darse la buena vida en todo tipo de bacanales.

Cuando el tren comienza a desacelerar, aparecen las esculturas de los mártires y héroes de la patria, los clásicos y los modernos. Dioses y guerreros de la mitología se mezclan con nazis famosos a lo largo de una gigantesca arteria por la que discurre la sangre de esta gigantesca ciudad, tan espesa como podrida. Pequeños glóbulos rojos sin identidad que dan forma a una masa espesa que fluye siempre en la misma dirección. Caminar entre esa masa gris me recuerda lo insignificante que soy, otra ameba más que se retuerce en una charca donde cada vez hay menos oxígeno. Cada paso nos acerca más y más al abismo.

¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo hemos perdido el último atisbo de humanidad que nos quedaba? Tras el genocidio judío y el fin de la guerra, llegó la amenaza nuclear y con ella el miedo y la pérdida de la libertad, donde todavía existía. Los americanos amenazaban con arrojar sus bombas sobre Japón; solo eran eso, amenazas; el miedo a una represalia con cohetes alemanes, lanzados desde las bases nazis en Sudamérica era motivo suficiente para disuadir a los enemigos del Reich de llevar a cabo cualquier tipo de ataque. Los rusos ya no eran esa bestia poderosa desde lo de Moscú, así pues, se llegó a un statu quo de permanente vigilancia entre los dos bloques.

Cincuenta años después, todo sigue igual. Las mentiras y la propaganda son las nuevas armas de control social y del pensamiento, la red Giganet y los medios de comunicación, controlados por los gobiernos y por las corporaciones afines, son la correa de trasmisión de la opresión, un circuito cerrado del que nadie puede escapar. Solo los rebeldes de Karma se atreven a desafiar tan colosal poder. El viejo orden prevalece, mutando con cada siglo, como una vieja bestia que se adapta con asombrosa rapidez a los nuevos paradigmas. Donde antes había un rey, ahora hay un bufón.

Entro en mi apartamento de la planta catorce del edificio Richthofen, un icono de la arquitectura nazi. Todo hormigón, como un jodido búnker. Algún valiente, que no es consciente de lo que sucede en las salas de tortura de la Gestapo, ha pintado con un espray: “La raza contra la máquina” frase de guerra de los soldados de Karma, en clara alusión a la lucha del pueblo contra la maquinaria gubernamental. La línea que separa la valentía de la locura es muy fina, como la que separa la vida de la muerte.

El interior del edificio parece uno de esos viejos museos con lámparas de araña, moquetas en los suelos, espejos en las paredes y escaleras de madera chirriantes por cuyo hueco discurre un ascensor que suele estar siempre averiado.

El apartamento es pequeño y acogedor, al menos cuando no está como un estercolero, que suele ser las más de las veces. Es reconfortante volver al hogar, o al menos tener un techo; creo que lo primero no lo he tenido nunca y de lo segundo he tenido demasiado. Ni en la infancia pude sentirme seguro en la casa familiar. 

Mi padre marchó a la guerra y nos dejó a mi madre y mí en una ciudad en la que cada día había más hambre y más bombardeos. Un día, temprano, llamaron a la puerta y cuando el cartero entregó la carta a mi madre, la misiva no permaneció entre sus delicadas manos más de tres o cuatro segundos, el tiempo que tardó en leer la fatídica frase “Lamento comunicarle que el soldado…no terminó de leer el nombre que tantas veces había pronunciado. Poco importaba que según su superior, su muerte no había sido en vano, como tampoco importaba nada que le hubieran concedido la Cruz de Hierro, máxima distinción al honor.

El Ministerio de Educación del Pueblo y Propaganda, es un templo de la supremacía aria. Un constante recordatorio de que la raza del norte de Europa es la única no contaminada. Fotografías de las películas de Riefenstahl y los que continuaron con su obra, adornan los pasillos por los que discurren los funcionarios. La seguridad es máxima, el edificio es objetivo de los terroristas de Karma. 

Un informe de los que entregué en mi reunión de la semana pasada con Her Ludwing prevé un ataque a gran escala de los rebeldes en los próximos días. Con el giro inesperado de los acontecimientos, tal ataque puede beneficiar mis planes de fuga, cuanto más ocupado esté el gobierno sofocando la rebelión, menos tiempo y personal para buscar a un espía desaparecido.

Una vez pasados los pertinentes controles de seguridad, me dirijo a la quinta planta, donde debo entregar el informe a un funcionario que lo revisará con escaso entusiasmo, después lo pasará a su superior y tras otra breve inspección por el funcionario de mayor rango - mientras toma un café con las galletas que su querida esposa cocinó el domingo - pasará a manos de otro empleado que lo digitalizará para archivarlo en la red gubernamental, no sin que antes quede libre de las migas que se hayan desprendido durante el delicioso tentempié. Pura rutina.

Faltan doce horas para la cita. Repaso el plan mientras paseo por los alrededores del Estadio Olímpico. Ya no se celebran competiciones deportivas en su interior, solo eventos políticos a los que asiste una masa gris y deforme, una colmena embrutecida y anestesiada que sigue ciegamente las consignas de la abeja reina. Un cuervo grazna desde una de las columnas que soportan los aros olímpicos. Citius, Altius, Fortius. Desde su posición todo parece más pequeño y patético de lo que ya es de por sí. Un tipo escuálido con una gabardina dos tallas más grandes, persigue un sombrero que rueda por el asfalto impulsado por una racha de viento. Un perro corre ladrando tras un coche al que no da alcance, de hacerlo, el mayor sorprendido sería él. Nuestra existencia es como esa loca carrera sin sentido, persiguiendo aquello que nunca logramos alcanzar.

Dejo atrás ese edificio que imita al Coliseo de Roma. Aquí no hay gladiadores luchando por su vida, solo demagogos gritando y escupiendo saliva tan reseca y ponzoñosa como su maldita ideología. Si pudiera gritar y maldecir todo cuanto me rodea lo haría sin dudarlo, prendería la mecha si supiera que las llamas lo van quemar todo, hasta los cimientos más profundos de este régimen. Es la única manera. Estoy cansado de vivir con miedo, harto de esta miseria y degradación moral en la que vivimos sin darnos cuenta.



jueves, 18 de enero de 2024

Rendez-Vous (segunda parte)

 

El tren vuela a más de trecientos kilómetros por hora hacia Zúrich y lo hace de verdad, pues no tiene ruedas que giren sobre los raíles. En su lugar, gigantescos electroimanes elevan unos centímetros sobre las vías, el tren que recorre los prados tan rápido que los convierte en una especie de cuadro impresionista. Un gran invento de nuestros aliados japoneses. Yo soy alemán y aunque lleve una esvástica prendida en mi chaqueta, nunca comulgué con esos cabrones. Trabajo para el gobierno nacionalsocialista, es cierto; espiando a los enemigos americanos, pero también lo es, que solo le cuento al Reich, lo que los americanos me permiten. Así de enredada es mi vida. Si ya es peligroso y complicado el oficio de espía, la cosa se vuelve pura esquizofrenia cuando eres un agente doble. Más emoción imposible.

Mientras observo el lienzo sin fin que se desplaza a toda velocidad, pienso en ella. Su perfume todavía me acompaña. Todavía me parece increíble como se han desarrollado los acontecimientos. Desde aquel primer encuentro en ese bar de Berlín hasta hoy, me he sentido como el protagonista de uno de esos musicales prohibidos por el régimen, que tanto gustan a mis amigos americanos. No necesito un reproductor de música portátil - prohibido también - para que la música me acompañe allá donde voy. Esta banda sonora que me acompaña a todas horas, es producto de mi propio regocijo. Desde que ella es mi amante, la vida tiene sentido, tiene orden y lógica, algo que siempre aprecié y que nunca conseguí, hasta ahora.

Faltan treinta minutos para llegar a Zurich; esa ciudad que durante la guerra se declaró tan neutral como el fascista español Francisco Franco. Tras la victoria del Reich, poco tardó en convertirse en lo que ya era de forma oficiosa; el banco donde terminó el oro y el dinero expoliado a los judíos y al resto de los países vencidos. Después llegó el nuevo orden mundial y con él, una sociedad tan decadente y adoctrinada como solo era posible en los peores relatos distópicos. La realidad siempre supera a la ficción.

La ciudad es una mezcla de arquitectura barroca y posmodernismo difícil de casar. Para los dueños del nuevo mundo, edificios modernos según la concepción del mundo ario. En el centro todo permanece como antaño, cuando el antiguo régimen imponía su yugo. Altar, trono y espada. Nada ha cambiado. Antes quemaban a los herejes, ahora arden los libros. No hay suficientes hogueras para quemarnos a todos.

He viajado hasta esta ciudad para reunirme con un agente de campo del servicio secreto de la Federación Balcánica, una mala bestia cuyo sadismo es tan famoso como sus tatuajes. Ese tipo me da más miedo que un interrogatorio de la Gestapo, pero no puedo hacer nada para evitar el encuentro, pues es una orden directa del jefazo de la CIA en Europa. Es lo que tiene jugar en dos bandos. Si alguien del servicio secreto alemán se entera de mi presencia aquí, debo decir que he venido a ver al director de la Oficina del Tesoro por un encargo de Her Ludwing, confiando en que cuele y no se investigue el verdadero motivo de mi presencia en Zúrich. Así pues, lo mejor será permanecer oculto las dos horas que faltan para el encuentro en uno de los pisos francos que uso cada vez que tengo que visitar la ciudad.

Desde la ventana del minúsculo apartamento contemplo el atardecer. Nubes desmembradas surcan un cielo que se empieza a volver cada vez más oscuro. Se encienden las primeras farolas con una luz tan fría como artificial. Me muevo por el habitáculo arrastrando los pies descalzos, para no hacer ruido; a ese grado de paranoia he llegado por culpa de este trabajo. Soy un fantasma asomado a la ventana, la sombra de un recuerdo, el eco de un inquilino suicida.

Mientras la noche engulle las calles, repaso el informe que debo entregar a ese lunático. Datos de objetivos que deben ser silenciados, eufemismo que emplean los cabrones que deciden quien vive y quien muere para preservar la seguridad nacional y por la supervivencia de la democracia. El fin justifica los medios. Así es este oficio.

Cualquier día será mi nombre el que aparezca en una lista como esta; por ahora tan solo soy el emisario de la muerte y la bestia rumana con aspecto de jakuza. Seguro que disfrutará cumpliendo esas órdenes el jodido tarado.

Faltan treinta minutos para el encuentro. Observo las fotos de los pobres diablos que están sujetas a la ficha con un clip y de pronto el mundo se detiene. Lo que veo me deja helado, no puede ser real, lo que veo no tiene sentido, ella solo es una funcionaria del Ministerio de Cultura ¿Por qué está su fotografía y su ficha en esta carpeta, cómo es posible? ¿Qué clase de broma de mal gusto es esta?

¿Acaso estoy soñando? Vuelvo a mirar la fotografía por si es mi mente la que me está engañando y no es ella la mujer de la instantánea, sino alguien que se le parece mucho, es posible que mi mente me haya confundido por unos segundos.

Compruebo horrorizado que es Erika, no hay la menor duda al respecto, aunque en la ficha de la inteligencia americana figura otro nombre ¿Será quizá su verdadero nombre y Erika no es más que un nombre tan falso como los que suelo utilizar yo? No es posible, ella no puede ser una espía, debe tratarse de un error. Compruebo el resto de informes, por si hubiera algún dato que pueda decirme por qué mi amada Erika está en esta lista. Ningún objetivo pertenece a su ministerio, ni tiene relación con ella que yo sepa, por tanto, no hay lugar a equivocación; si el gobierno americano la quiere muerta debe ser por algún motivo que yo desconozco. De pronto un escalofrío recorre mi cuerpo entumecido, si entrego este informe al agente rumano, será el final de nuestro amor, me estremezco al pensar lo que ese asesino le hará si esta información se le entrega. Antes me tiro desde el puente que entregar esta maldita ficha.

Apuro el último trago de coñac antes de salir del apartamento. Sobre el cenicero, la fotografía de Erika desprende una llama azul mientras su bello rostro se consume bajo el fuego, dejando por un instante el aire impregnado de olor a papel quemado.

Voy a pie hasta el punto de encuentro, no queda lejos del piso franco, solo debo atravesar una avenida por la que apenas hay gente a esa hora. Aun así, siento que en cualquier momento, de la nada van a salir un par de tipos con gabardina y sombrero y tras identificarse me van a introducir en un coche de camino al infierno. En vez de eso, recibo una pitada de un conductor cuando cruzo por donde no debo. El corazón me late desbocado. Siento que la camisa se me pega al cuerpo a pesar del frío.

Respiro por la nariz despacio, como me enseñó mi padre cuando me daban los ataques de asma. Inspirar, aguantar, expirar; despacio, hinchando los pulmones, sintiendo como se llenan del preciado oxígeno. Ojalá volviera a esa habitación llena de libros y de buenos recuerdos, a su calor y a su protección, ojalá no hubiera salido nunca de esas cuatro paredes donde me sentía libre. El mundo ha cambiado mucho desde esos días; cuando todo apuntaba a que, por segunda vez el destino del pueblo alemán estaba escrito en clave de humillante derrota. Esta vez no fue así. Cuando las bombas atómicas borraron del mapa el Imperio Británico y llegaron hasta Moscú todo cambió.

Desde debajo del puente, la figura del matón rumano parece más grande de lo que de por sí es. Estás hecho una mierda. Me saluda con su peculiar inglés con acento de los Cárpatos. Yo solo digo buenas noches, no me apetece entablar una conversación con ese tipo. Le entrego el portafolio y antes de que vuelva a decir una de sus típicas gilipolleces, doy media vuelta y me alejo de allí por donde he venido. Hasta luego hombrecillo apresurado, su frase de despedida suena a burla. Adiós Vlad el Empalador, susurro yo mientras desaparezco de su vista entre la niebla.

Debo proteger a mi amada del peligro que se cierne sobre ella, por lo que debo hacer creer a mis superiores que el psicópata rumano le ha dado boleto. Eso es fácil decirlo ¿Cómo podré lograrlo? Primero tendré que hablar con ella, mostrarle el informe para que sepa el peligro que corre. Deberá ser honesta conmigo y decirme por qué el servicio secreto americano la quiere muerta, a ella, que no es más que una simple funcionaria. Después habrá que hacerla desaparecer.



lunes, 15 de enero de 2024

Rendez-Vous (primera parte)


La noche era gélida en la megalópolis. A los pies del inmenso coloso de mármol, la nieve se amontonaba hasta la altura de la placa en la que aparecía esa célebre inscripción, una frase que todos los habitantes de Germania repetían cada mañana antes de empezar la jornada de trabajo o las lecciones de adoctrinamiento: “Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos". Adolf Hitler. 1889 – 1956.

El cuadricóptero pasó por encima de la efigie soltando un chorro de aire caliente que limpió de nieve la cabeza de la estatua, borrando del rostro del Fürhrer ese estúpido tupé estilo Elvis Presley que tenía. Después, tras dar un giro demasiado brusco para mi gusto, aterrizó en la gigantesca plaza que daba acceso al Capitolio. 

Cuando puse los pies en la capital del Reich, sentí un nudo en el estómago y un escalofrío. Supongo que lo primero era de pura excitación y lo segundo por el maldito frío que hacía en Germania esa noche. Para ser honesto, debo decir que en verdad, mi desasosiego no era por la reunión donde debía entregar el maldito informe de la situación en América, eso me importaba una mierda; mi estado de nervios se debía a lo peligrosa que era mi verdadera misión. Estaba citado con el jefe de la NSA, un tipejo ridículo que intentaba disimular su alopecia con un largo mechón de pelo aplastado a modo de peluquín sobre un cráneo pequeño y rosado. Para completar tan penosa imagen, el tipo tiene una dentadura deforme y amarilla y unos ojos estrábicos. Übermensch, el perfecto alemán ario. Seudónimo que nadie se atreve a pronunciar en presencia del director de las Neue Sturmabteilung. Todo el mundo sabe que esos tipos son unos psicópatas. Si ves un brazalete con el logotipo NSS, mejor desaparece de su campo de visión.

Durante la reunión mi inquietud no pasó desapercibida y tuve que inventarme una excusa sobre mi estado de salud. Improvisé algo relacionado con unas fiebres padecidas durante mi estancia en América del sur. Gentes sencillas e inferiores, quizá deberíamos haberles enviado algunos misiles también a ellos; tuvieron suerte de que en esos países atrasados y sin apenas tecnología hubiera una importante colonia de ciudadanos del Reich, comentó Her Ludwing al respecto. Lo importante es que ganamos la guerra, igual que aplastaremos esta “pequeña rebelión”.

Yo no era tan optimista como Her Ludwing, pero yo solo soy un simple funcionario, un don nadie que en ese momento solo pensaba en salir de allí lo antes posible.

Cuando la reunión terminó, tras el riguroso saludo al Fürhrer Dönitz con el brazo derecho en alto, dejé a esos fanáticos demagogos con sus asuntos y me dirigí al único bar que - según me dijo el piloto del cuadricóptero - podía abrir después del toque de queda.

El portero me miró como si fuera una mierda pegada a su zapato. Me pidió alguna credencial que pudiera permitirme el paso. Para un espía eso no es complicado, bastó con que le extendiera un billete de diez marcos junto a uno de mis documentos de identidad falsos y no hubo problema.

Cuando entré, comprendí por qué ese local tenía permiso para abrir por la noche. Aquel antro era un tugurio donde se solazaban los oficiales de la Gestapo y los jerarcas del partido. El lugar perfecto para que los terroristas de Karma pusieran una bomba, pero eso a nadie excepto a mí, parecía importarle.

Los tipos que bebían cerveza allí, no le temían a nada, por algo llevaban una calavera en sus gorras. Eran expertos en dar palizas en calabozos sórdidos, donde los gritos y los sollozos eran una cacofonía que no parecía tener fin. Ahora disfrutaban de esa camaradería tan propia de los torturadores de los regímenes autoritarios, esa tan habitual entre hombres con el mismo credo y condición.

Después de tantos peligros pasados, sería irónico morir en un atentado en Germania, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Así que me senté al fondo del local a disfrutar de una genuina cerveza alemana y de la música que salía de una máquina holográfica, otro invento más de los científicos alemanes, los hijos de los que se adelantaron a los americanos del Proyecto Manhattan. Al menos este no sirve para matar a millones de personas; acaso de aburrimiento, si terminan poniendo en bucle esas estúpidas canciones tradicionales que cantan a coro cuando están borrachos.

Entre tantos sádicos uniformados hay algunos civiles que como yo, deben ser burócratas o lameculos del partido. Hombres de negocios y traficantes de armas, todos fieles al Reich y a sus propios intereses.

Sigo observando el entorno, lo llevo haciendo toda mi vida, tanto que a veces siento que solo soy eso, un espectador que contempla desde un patio de butacas esta absurda tragedia que es la vida.

El camarero parece una especie de robot de plástico, el pelo tan engominado que parece petróleo, el bigote al estilo Adolf, le da un aspecto todavía más artificial y más patético. Los dientes son demasiado grandes para esa boca de labios finos que sonríen mientras se acerca hasta mi posición desde el fondo de la barra. Una Köning Ludwing, por favor. Excelente elección señor, es la mejor cerveza que tenemos, se la sirvo en un segundo. Danke.

El primer trago siempre es el mejor; cuando el líquido atraviesa los dos dedos de espuma y entra por la garganta camino del estómago. Esa sensación es única. Mientras paladeo el néctar de los dioses, observo mi entorno. Los Nazis de los uniformes negros, los camisas pardas, los civiles, todos pasan por mi escáner sin que llamen mi atención, salvo uno, más bien una. A unos cinco metros, tras los cabrones de la Gestapo, la mujer más bella que he visto en mi estúpida e insignificante vida, charla con otras dos mujeres que, aun siendo bellas también, no hay comparación posible. Esa criatura no puede pertenecer a este mundo tan sórdido y mezquino. Ese ser debe ser de un lugar donde reina la belleza y la perfección, justo lo contrario que en esta mierda de dictadura.

El foco de mi atención ilumina solo su figura, todo lo demás es una sombra borrosa, cuerpos oscuros que se mueven como espectros a su alrededor sin poder tocarla.

La observo como un perro hambriento a su dueño mientras este se da un atracón, como un náufrago a un barco lejano que pasa de largo. Bebo y miro, y por dentro ardo como un tizón. Nuestras miradas se cruzan y me siento como un muerto llamando a las puertas del cielo.

Siempre he sido un tipo incapaz de tomar decisiones, por triviales que estas sean. Un tímido y un cretino que ha dejado pasar demasiadas cosas por vergüenza o por falta de carácter. Ese es mi sino, o lo era hasta hoy. Una personalidad que no parece apropiada para el oficio de espía. Nada más alejado de la realidad. Esa imagen glamurosa que se tiene de nuestro oficio es tan artificial como inexacta.

Los espías no somos esos tipos duros y apuestos de las películas y los libros, productos masivos con enormes ganancias y escasa calidad. Somos, sobre todo, y en gran medida, individuos solitarios, introvertidos y con una mente en extremo racional y analítica. 

Volvamos al grano, al verdadero meollo de la cuestión y dejemos a parte las reflexiones sobre mi oficio y mi carácter y centrémonos en la cuestión de mi físico. Algo importante en cuanto al éxito o fracaso de mi nueva misión de conquistador.

Allí estoy yo, un tipo corriente en un bar atestado de psicópatas nazis, todos más altos, más rubios y más guapos, pero menos interesantes. Eso lo pienso para darme ánimo, la tarea que me espera es hercúlea, por lo que un poco de motivación no está de más antes de afrontar tan colosal reto. Por si fuera poco, además de no ser precisamente un Adonis, soy un jodido traidor al que esos tipos de los uniformes negros enchufarían a una batería de un jodido Volkswagen si descubrieran quién soy en verdad. Pero eso poco me importa, pues estoy decidido a probar el fruto prohibido de Germania, la megalópolis creada por un tirano con un aspecto tan patético como el del tipejo que ya camina hacia esa valkiria.



"Once del once"

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Tú, director de prestigio, sí, tú, esta es tu película ¿Te atreves?

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Aquí estoy, junto a Santiago Posteguillo y Antonio Muñoz Molina!!

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¡Yo os maldigo por salir de la caverna!

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Primera ley de la Filosofía: Por cada Filósofo, existe otro filósofo igual y opuesto. Segunda ley de la Filosofía: Ambos filósofos están equivocados. Corolario: Una gran verdad es una verdad cuyo opuesto es también una gran verdad.

11-11-1918. El fin de la locura. Poilus y Hellfighters volverán a casa

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