Faltan dos horas para el ansiado encuentro y ya me he tomado tres cervezas, la máquina holográfica solo reproduce una silueta fantasmagórica que danza pidiendo que se inserten más monedas. La música proviene ahora de un grupo de soldados borrachos que cantan una canción que no me suena de nada. Pienso en la cantidad de canciones que este maldito gobierno ha prohibido, en cuantos artistas han sido silenciados y en la cantidad de obras de arte que no hemos podido disfrutar por su culpa. Pienso en cómo habría sido este país si no hubiéramos ganado la guerra ¿habríamos sabido reconciliarnos con el resto del mundo? Pensamientos de borracho, mejor voy al baño a mear y lo dejo fluir, nunca mejor dicho, que fluya, que fluya. Salgo del local a respirar aire fresco. Hace menos frío y llueve un poco. Todo parece en calma. La que precede a la tormenta. Envalentonado por el alcohol que corre por mis venas y la determinación de que, pase lo que pase, hoy será una gran noche, decido ir hasta el lugar de la cita caminando.
Falta una hora, por lo que tengo tiempo de sobra. Enciendo un cigarrillo (al menos eso no lo han prohibido) y tras toser, me acuerdo que lo dejé hace años. Es extraño volver a sentir esa sensación en la garganta. Me abrocho mi abrigo estilo zar ruso y me pongo en camino. Si me para alguna patrulla, tengo un salvoconducto firmado por Her Übermensch que me permite entrar y salir de cualquier sitio a cualquier hora. Ventajas de mi oficio. No hay nadie en la calle por la que avanzo. Ni patrullas ni rebeldes, solo mi sombra proyectada por una farola que a duras penas ilumina el bordillo y un metro de acera a su alrededor.
Dejo atrás la Cancillería y recorro el bulevar Albert Speer, una milla repleta de más esculturas de héroes mitológicos y germanos que conduce hasta el Museo de la Supremacía, un templo para honrar al superhombre ario, a imagen y semejanza de la Acrópolis de Atenas. A ver si los espartanos vienen ya y arrasan con todo. Dicho y hecho. Estoy a unos minutos del lugar elegido para el encuentro cuando de pronto una luz pasa por encima a gran velocidad, seguida de una portentosa explosión ¡Joder el ataque es hoy, pues sí que era inminente, joder, justo hoy, justo ahora! En cuestión de minutos las calles se llenan de rebeldes de Karma con armas de asalto de gran calibre. Van camino de la Cancillería. Minutos después empiezan los tiros y las explosiones. Salgo corriendo de allí mientras silban las balas ¡Esto no estaba previsto! Tengo un brazalete con el símbolo de los insurgentes, así que me lo pongo para evitar que me peguen un tiro. No sé si es buena idea, pero no sé qué hacer, por el momento me refugio tras un coche.
Al final de la calle aparece un jodido tanque que dispara contra un grupo de soldados que se convierten en puré. Un misil revienta el panzer como si fuera de cartón. Salgo corriendo de allí antes de que llegue la infantería y me masacren al ver mi brazalete. Corro como si fuera el jodido Jesse Owens en el treinta y seis. Él por la gloria olímpica y por dejar en ridículo al cabrón de Adolf, yo por mi pellejo y por lujuria; incluso con el mundo abriéndose ante mí, sigo pensando en acostarme con Erika, a la vista de los acontecimientos deberíamos hacerlo sin demora. Carpe Diem.
El pecho me arde mientras el corazón bombea oxígeno a mis músculos agarrotados. Intento recuperar el aliento cuando por la esquina aparece una turba armada. Me quedo petrificado contra la pared, como un camaleón que intenta mimetizarse con el medio. Fracaso totalmente. Un tipo con un parche en un ojo me detecta - resulta irónico que, de los cien insurgentes, me haya visto un tuerto - y tras dudar si dispararme, al ver el brazalete de Karma me agarra de un hombro y tras darme un empujón me mete dentro del grupo, no sin antes darme una pistola que se saca de la entrepierna. A él, con el kalashnikov le basta por ahora. Sin tiempo para explicaciones ni para instrucciones, comienzan los tiros. Los soldados de elite del ejército, apostados al final de la calle, abren fuego sobre el grupo disolviéndolo como la mantequilla en una sartén. Un par de segundos después de que el tuerto reciba un tiro en el ojo que le quedaba sano, me tiro al suelo y ruedo hasta el pedestal de una estatua. A unos pocos metros hay una entrada al metro, solo debo arrastrarme como una rata que huye por el subsuelo y estaré a salvo. Aprovecho un momento en el que los rebeldes que han sobrevivido contestan lanzando granadas y me cuelo a trompicones en el subterráneo.
En los túneles, las explosiones se oyen amortiguadas, las luces parpadean y del techo se desprenden fragmentos. La estación debería estar cerrada; ahora no tengo tiempo de pensar en eso, debo encontrar una salida. Se oyen pasos y voces por los pasillos, los insurgentes deben de haber abierto las estaciones para moverse por ellas sin encontrar oposición. Esta vez consigo camuflarme con el entorno y avanzo a oscuras hasta la siguiente estación. Veo luz al final del túnel, algo que en sentido metafórico casi nunca he visto, soy un pesimista recalcitrante; teniendo en cuenta como están las cosas, es algo muy frecuente, casi nadie ve salida de este túnel en el que nos han metido.
Estoy más calmado, el estado de estrés al que se ha visto sometido mi organismo ha sido excesivo, provocando una reacción de pánico que a medida que se va reduciendo me está dejando algo mareado, mis músculos, de regreso a su estado normal, apenas me sostienen. Debo calmarme, se supone que estoy entrenado para soportar situaciones extremas, pero no para estar en mitad del jodido sitio de Stalingrado, para eso no he sido entrenado. Maldita suerte la mía, justo hoy debía desatarse el infierno que tanto tiempo llevamos esperando. Compruebo la hora, solo faltan veinte minutos para las diez, no dejaré de acudir a mi cita. Toca volver a correr. Los disparos y las explosiones suenan algo más lejos.
Sobre mi cabeza, unos cuadricópteros pasan zumbando con su aterrador estruendo. Comienza a llover. Primero una lluvia fina y racheada, después un auténtico aguacero. Exhausto, empapado y muerto de miedo llego por fin a mi destino. El corazón me late desbocado y el aire que exhalo me quema los pulmones. Apenas puedo tenerme en pie. Estoy en baja forma. Debería hacer más ejercicio físico; ahora es un poco tarde para pensar en eso. Ya no llueve, o tal vez sí, supongo que estoy tan empapado que no siento nada, tan insensible como un cadáver ahogado. No importa nada, da igual que el mundo se haga añicos ante mí. No soy un valiente, es un hecho. Si estoy burlando a la muerte es por amor ¿Acaso no es ese el mejor de los motivos?
Avanzo como un yonqui que busca desesperadamente su dosis cuando la abstinencia le carcome los huesos, como un lunático fugado del psiquiátrico. Llegados a este momento, todo me importa una mierda, ni si quiera me impresiona ver que no hay nadie en la recepción, solo un par de cadáveres asesinados a quemarropa. Debería volver a mi apartamento, tengo un mal presentimiento; ante este panorama quién no se echaría atrás. Desde luego nadie que no sea un insensato o esté harto de retroceder siempre. Las dudas respecto a Erika vuelven a asaltarme ¿Acudirá a nuestra cita en mitad de una batalla brutal? ¿Me ama lo suficiente como para jugarse la vida? Debo alejar esos pensamientos y centrarme en lo importante, en cómo vamos salir de una ciudad en guerra.
Una explosión enorme sacude el edificio. Los cristales revientan a unos pocos metros de donde estoy agazapado tras un sillón. El proyectil ha impactado en el edificio de enfrente. Subo por las escaleras, no me atrevo a meterme en el ascensor. Avanzo despacio, aturdido por la enorme explosión que ha convertido en una antorcha el edificio contiguo. Se oyen gritos en su interior. En cualquier momento, a este le puede ocurrir lo mismo, mejor no pensar ahora en eso, solo en seguir subiendo. En la tercera planta me detengo un instante a recuperar el aliento. Me siento como uno de esos alpinistas que sufren alucinaciones por falta de oxigeno en sus embotados cerebros. Las luces del exterior se cuelan por un ventanal enorme, los neones del cartel publicitario del edificio que arde varias plantas más abajo, iluminan la estancia. Los colores, azul, rojo y verde se mezclan inundando el es- pacio que me rodea de unas figuras psicodélicas que, tal vez sean producto de mi mente intoxicada por tantas emociones y procesos químicos a los que no está acostumbrada. Permanezco tras los cristales, observando como la ciudad se desangra. Siento asco y pena, mucha pena. Somos una especie fallida, un experimento que se le fue de las manos a su creador y desde entonces, el pobre infeliz, abrumado por la vergüenza no ha vuelto a crear nada más y tampoco a dar señales de vida. Sus defectuosas y miserables criaturas, huérfanas desde ese día, están solas en esta tragedia sin final. Es la hora. Legó el momento por fin.
Entro en la habitación que tenemos reservada. No hay nadie, es pronto todavía, pero no puedo evitar sentir pánico ante la idea de mis temores no sean infundados. Empiezo a tomar conciencia que lo iluso que soy y lo ciego que he estado estos últimos meses. Desde el primer día sospeché que algo raro había en nuestra relación, sabía lo que era, pero me negaba a aceptarlo, aún ahora me niego a hacerlo y me aferro a la pueril esperanza de que ella no sea más que una funcionaria sentenciada a muerte por error y yo su salvador. Así es como debe ser, como en las películas y los libros que no han sido pasto del fuego. Los minutos pasan penosamente despacio mientras espero, creo que no he hecho otra cosa en mi patética existencia, esperar y las más de las veces, sin saber que estaba esperando, quizá solo un nuevo día, uno que traiga aire fresco y alguna novedad, tan solo eso.
Desde la ventana veo destellos que presagian más muerte y destrucción, cuadricópteros rugiendo como bestias hambrientas de sangre surcan el cielo. Bombardean barrios enteros. Todo se derrumba ante mí. Salgo al balcón a ver si la veo aparecer por la esquina. Enciendo un cigarrillo unos segundos antes de ser consciente de lo estúpido que soy.
Una hora después, entró en el hotel una mujer de una belleza deslumbrante. Subió las escaleras con parsimonia, como si no le importara llegar tarde, tal vez para una diva como ella era lo habitual, los mortales pueden esperar, eso forma parte de su insignificante vida.
Abrió la puerta con la tarjeta codificada y tras cerrar, sin encender la luz, atravesó la estancia hasta llegar al balcón, donde había un cuerpo tirado en suelo. Aunque tenía la cabeza destrozada, sin duda era él, no necesitó buscar su documentación en la chaqueta para estar segura. Lo que no comprendía era por qué ese cretino llevaba puesto un brazalete de Karma. Tras permanecer en silencio unos minutos, se agachó hasta el cadáver y le dio un pequeño beso en la mejilla. Si te soy sincera, prefiero que me haya hecho el trabajo un francotirador. Cariño, deberías saber que el amor no nos está permitido a los espías.