The Lawn Chair Pilot
Cuando ciento noventa y nueve años después de que los hermanos Mongolfier elevaran sobre el cielo de Versalles su primer globo con pasajeros humanos a bordo, Larry Walters soltó la cuerda que sujetaba su artefacto volador, no hubo aplausos, ni por supuesto un rey contemplando el espectáculo, tan solo algunos vecinos y curiosos que se congregaron en torno a ese lunático que, armado con una escopeta de aire comprimido y unas latas de cerveza, se disponía a hacer algo parecido a la hazaña de tan insignes hermanos.
Como tantos otros antes que él, el sueño de Larry era volar. Ser piloto era su sueño, pero la miopía cerraba cualquier atisbo de esperanza que pudiera albergar al respecto. El único vehículo que Larry manejaría sería el camión de reparto con el que recorría la ciudad todos los días, soportando con resignación los atascos continuos por las malditas obran que nunca se terminaban.
Casi siempre, después del trabajo volvía a casa caminando; mejor eso que meterse bajo tierra y tomar el subterráneo que a esa hora iba lleno de obreros que olían a tabaco y sudor. Mejor oler los almendros en flor que los sobacos de los trabajadores que volvían a su casa después de un día agotador. ¿Qué les quedaba para después? Una cerveza de marca blanca y ver la televisión. Ese paseo de vuelta a casa era lo mejor del día. Un acto sencillo pero lleno de matices como un atardecer. Con frío, con calor, bajo el aguacero, pisando charcos, pisando hojas del color del cobre o el asfalto caliente, siempre el mismo trayecto de regreso a casa.
Así podían haber pasado cincuenta años, sin más, pero un buen día, uno de tantos, Larry tuvo una idea de esas que cuando se te meten en la cabeza ya no hay vuelta atrás, para bien o para mal.
Volaría gracias a unos globos de los que se usan como sondas meteorológicas, cuarenta y dos repartidos en cuatro grupos, una división que obviamente no da un cociente exacto por lo que el reparto no fue proporcionado. En qué se basó el bueno de Larry para obtener ese número de globos y no otro, quien sabe, nadie estaba con él cuando hizo los cálculos.
Tampoco se puede precisar de dónde sacó cuarenta y dos globos de esas dimensiones y el helio necesario para inflarlos. Pero lo cierto, y a la postre lo que importa, es que lo hizo, vaya si lo hizo.
Allí estaba Larry el día señalado con todo listo. Provisto de una escopeta de aire comprimido, una radio de dos vías, unos bocadillos y por supuesto unas latas de cerveza, dispuesto a hacer caso omiso a todas las advertencias que sus amigos le habían hecho sobre la insensatez de tan peregrina idea.
Soltó el cable que sujetaba la silla de jardín al suelo y se elevó sobre el cielo de California. Subió a gran velocidad, muy alto, mucho más de lo que sus cálculos habían pronosticado. En poco tiempo superó con creces los metros que había previsto ascender y animado por el éxito de su proeza, decidió no descender.
Larry estuvo catorce horas surcando los cielos ante el asombro de los pilotos de los aviones comerciales que sobrevolaban el aeropuerto y la mirada atónita de los transeúntes que por allí pasaban.
Cuando consiguió regresar a la tierra medio congelado y asfixiado, ya sabía que su vida nunca sería igual. De momento su primera visita fue a la comisaría de policía, después vendrían la televisión, la radio y brevemente la fama.
Pobre Larry, de igual forma que muchos artistas no ganan ni un premio en vida y solo reciben el reconocimiento merecido al morir, Larry no ganó el premio Darwin a la muerte más absurda del año, pues semejante insensatez no terminó en tragedia, como cabría esperar. De haber sido así, sin duda habría obtenido ese galardón; no obstante, fue tan sonada su estupidez, que en la celebración de dichos premios, su absurda peripecia mereció una mención especial por parte del jurado.
Lo peor fue la multa de mil quinientos dólares que el bueno de Larry tuvo que abonar a la Administración de Aviación Federal, “por volar de forma imprudente y sin ningún tipo de licencia en una aeronave que no cumplía con ninguna normativa y carecía de cualquier tipo de permiso ni certificación”.
Aunque al principio fue considerado por sus vecinos como una especie de héroe local, pronto ese brillo fugaz desapareció. Después de varios años en los que la fortuna le esquivó continuamente, consiguió algo de estabilidad gracias a un empleo como guarda de seguridad. Además, colaboraba también como vigilante del servicio forestal.
Un día temprano, cuando los primeros rayos del sol se reflejaban en las lejanas montañas, Larry se internó en el bosque y caminó un buen trecho bajo la mirada curiosa de las ardillas que se disponían a disfrutar de su almuerzo. Llegó a una pequeña pradera por donde se retorcía caprichosamente un riachuelo y allí, tras sentarse en el suelo, se pegó un tiro en el pecho.
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