La recepción es oscura. Deprimente como esas naves industriales cuyas máquinas tras el cese de la actividad no fabrican más que polvo. Como los maniquíes de las tiendas de un país comunista que solo pueden lucir trajes de pana.
Tan triste como una novela apolillada, olvidada en el cajón de un escritorio cerrado con una llave extraviada.
Un cuchitril mohoso donde habita un recepcionista con aspecto de enterrador. Dientes de Nosferatu y ojos de toxicómano que parecen perdidos en un limbo sin principio ni fin.
En el libro de registro, en caligrafía cursiva de psicópata, aparecen garabateados los nombres de los clientes de este hotel tan desolado como el edificio en el que vivía J.F Sebastian con sus pequeños replicantes.
Habitación 303. Donnie Smith, tres meses retrasado.Donnie es un perdedor nato. Acabó tirado en el suelo, con los dientes rotos tras recibir el impacto de un sapo en el rostro. Sí, habéis leído bien, una jodida lluvia de ranas lo sorprendió cuando intentaba colarse en el edificio donde trabajaba. Con una escalera de mano, pretendía acceder al edificio para saquear la caja fuerte de su patrón. Tras el robo frustrado, no pudo costear la ortodoncia que tanto añoraba y que a consecuencia del accidente, pasó a convertirse en cirugía maxilofacial, mucho más complicada y más cara. Un desastre. Tenía tanto amor que dar.
Habitación 202.Randy Robinson. Tras sufrir un infarto, el viejo luchador arruinado y más muerto que vivo, se dispone a dar una última noche llena de golpes y teatro. Ese corazón ya no puede soportar el peso de ese cuerpo viejo y hormonado al que apenas reconoce en el espejo ¿Quién es ese tipo del póster del camerino, adónde se fue?
Desapareció como los flashes de las cámaras de aquellas noches de los noventa. Un último salto, el puño al cielo, después el dolor y el silencio.
Habitación 101. Hank Chinaski. Lleva días sin salir del hediondo estercolero en que ha convertido esa estancia antaño cálida y acogedora donde antes que él, residía un hombre de corta estatura y gran corazón, demasiado grande para este mundo cruel y mezquino. Cuando la trapecista se lo rompió como si fuera un pedazo de barro mal cocido, no volvió a soñar con quimeras y dejó el circo. Vivió durante años en esa pequeña habitación con su eterna melancolía, hasta que un día muy temprano, salió del hotel con su pequeña maleta y sus andares de Charlot. Dicen por ahí que se fundió con el sol del amanecer, como en un cuadro impresionista.
El nuevo residente también se fundirá pronto con la tierra como siga por esa senda de autodestrucción. Como Ben Sanderson, pero en Detroit en vez de en Las Vegas. Si apuesta todo al rojo, lo más seguro es que, siendo el perdedor que es, seguro que saldrá negro.
El libro tiene cientos de anotaciones. Una lista repleta de historias de fracasos y decepciones, de silencios y soledades, un recordatorio de lo frágil que puede ser la voluntad humana.
Un nuevo nombre va tomando forma mientras la tinta impregna el papel amarillo. El recepcionista susurra el nombre mientras un pequeño hilo de baba le asoma por la comisura de los labios. Habitación 666, una habitación muy confortable.
El recién llegado y el botones, un tipo escuálido que parece estar a punto de romperse bajo el peso de un par de maletas andrajosas, avanzan por un pasillo de una pesadilla de Stephen King. La tarima cruje a su paso. De la habitación 665 sale una risa estridente. Ese es Arthur Fleck, informa el botones, un cómico que siempre anda por ahí vestido de payaso, seguro que le caerá bien señor Kovacs .
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