Capítulo 1. La clase de Anatomía
Abro la ventana para que el aire gélido de Edimburgo entre en la habitación. Aunque han pasado varias horas desde la lección de anatomía del doctor Sullivan, aún me siento algo mareado y a pesar del frío que siento en los huesos, permanezco sentado bajo la ventana mientras dejo que poco a poco se vaya eliminando de mi mente el olor de la muerte. Un escalofrío recorre mi cuerpo que tiembla, más por la ansiedad que aún siento, que por el frío que hace en la pequeña habitación donde intento olvidar el horror de la disección.
El hedor que brotó cuando el bisturí rasgó la piel blancuzca de aquel cuerpo mutilado permanece aún en mi nariz, como un recuerdo imborrable de su horrenda visión. Todavía se pasea por mi mente ese hedor a charca hedionda, esa visión deforme y horrenda que perdura aun con los ojos cerrados. Solo de pensarlo vuelvo a sentir náuseas. Por suerte para mí, ya he vomitado el almuerzo y la comida en uno de esos cubos mugrientos donde van a parar los órganos putrefactos que no sirven para las lecciones del cirujano.
Años después, cuando el señor McDougal se disponía a escribir sus memorias, se preguntaba sobre cómo pudo soportar aquello.
Puedo asegurar que es cierto eso que dicen de que las personas se adaptan a cualquier cosa.
La repugnancia y el rechazo que experimenté ante aquella primera disección, con el tiempo se convirtieron en rutina e indiferencia. Llegué a estar tan acostumbrado al hedor de la muerte y a la imagen de aquellos cuerpos desmembrados que no sentía apenas repulsión. Solo un enorme vacío.
Cuando comencé a trabajar como ayudante del famoso anatomista - gracias a mis buenas referencias y calificaciones - quería creer que esos cuerpos eran algo más que un simple material de estudio. No es que sintiera pena por la muerte de esas personas pues al fin y al cabo, no las conocía de nada; por entonces, todavía sentía empatía; sentía que era un científico destinado a eliminar o mitigar el dolor de este maldito mundo. Era joven e insensato.
Al contemplar esos cadáveres, pensaba en lo que fueron o pudieron llegar a ser antes de terminar descuartizados sobre aquella mesa. En su familia, en su hogar y profesión y en cosas por el estilo. Después supe que la mayoría eran vagabundos y gente sin familia. También descubrí que valían mucho más muertos que en vida. Morir en Edimburgo no era como morir en cualquier otra ciudad.
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