Nunca me preocupó demasiado el hecho de ser mortal, como a la mayoría, sobre todo durante la juventud. Pensar en la muerte a esa edad es cosa de locos o de suicidas.
Los humanos aceptamos a regañadientes nuestro destino; como críos que protestan al recibir una orden que no acaban de entender pero que al final cumplen obedientes. Sabemos que es nuestro destino, pero lo ignoramos para poder seguir caminando.
Esta aceptación de las normas del juego, suele llegar cuando la vejez hace presa de nuestro cuerpo o cuando, a consecuencia de una enfermedad o un accidente, la muerte nos roza por un instante con su gélida mano y sentimos muy cerca su aliento. Entre tanto, vivimos dando la espalda a lo único que sabemos verdadero. Para no pensar en ello, inventamos toda clase de teorías y cuentos al respecto. Solo así, podemos justificar lo estéril y trivial que es todo cuanto hacemos en nuestra breve existencia. De no ser así, no moveríamos ni un dedo por ninguna causa y nos dejaríamos consumir por la tristeza y el desaliento ¿Para qué tanto luchar, si al final la mierda siempre gana?
Lo peor del corredor de la muerte es esa espeluznante sensación de pánico constante que se apodera de uno al tener la absoluta certeza de que lo que parecía muy lejano; algo propio de la vejez y la decadencia está ahora a la vuelta de la esquina.
Me acusan de ser un terrorista, un enemigo del nuevo régimen. Una dictadura grotesca que llegó como una tormenta que lo cubrió todo de barro y lo puso patas arriba. Una nueva corriente que solo una chusma embrutecida y estúpida se pudo creer. Volvió a pasar otra vez, joder, nunca aprenderemos.
«Es la voluntad de Dios» frase que deja bien claro que no hay nada que discutir al respecto.
Apenas duermo y, cuando lo hago, es un leve sopor el que me gobierna; un limbo espeso del que suelo despertar empapado en sudor. De regreso a la consciencia, mis sentidos se agudizan. Puedo oler la fetidez del retrete aun con la tapa bajada, el leve aroma a esperma reseco del colchón y el olor a tierra mojada que se filtra a través de los barrotes mohosos de un ventanuco miserable. Un hueco entre los muros que separan a las personas decentes de los criminales, un espacio oscuro donde se alojan cables retorcidos y tuberías de plomo que dejan escapar pequeñas gotas de agua. Una cada tres segundos ¿Cuántas quedan hasta que me lleven a la habitación de la que ningún reo sale por su propio pie?
Poco importa si mis motivos fueron políticos o si tan solo soy un cretino enamorado, un pobre idiota intentado conquistar a una activista para la que era prácticamente invisible. Lo único cierto es que mis manos no están manchadas de sangre, pues el único delito que he cometido ha sido destruir propiedades del gobierno y pertenecer a Karma, un grupo clasificado como terrorista por el gobierno, pero que todavía no ha secuestrado ni asesinado a nadie. Por su parte, el gobierno y sus jueces han ajusticiado a decenas de terroristas de Karma, entre los que muy pronto estaré yo. Por ahora ganan por goleada.
Mientras aguardo la hora de mi ejecución, intento recordar aspectos positivos de mi vida. Es lo único que puedo hacer mientras espero que llegue el día, una fecha próxima pero incierta; otra perversión más de este sistema. «Te vamos a liquidar pronto, pero no sabrás cuando».
De lo que más me acuerdo es de la infancia, como si estuviera sufriendo una especie de regresión hacia la mejor época de la vida, esa en la que todo es juego y diversión y muchas cosas se experimentan por primera vez. Me arrepiento de muchas cosas. Alguien dijo una vez que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Mi padre solía añadir: «y además, le echa la culpa a la pobre piedra»
Cuando el silencio y la noche se extienden por el pabellón de los condenados a muerte, el espacio y el tiempo se encogen y se deforman y el el terror hace presa de esos pobres desdichados hasta roerles los huesos.
Cuando amanezca, el verdugo estará preparado, aguardando su momento mientras el juez leerá con parsimonia los cargos. El público guardará respetuoso silencio.
Una vez más, el orden y la justicia prevalecerá. No se puede ser magnánimo con los malhechores y los advenedizos. «Ellos se lo han buscado» «Se lo tienen merecido» La doctrina del odio siempre da sus frutos.
Cuando me conduzcan hasta el patíbulo, no escupiré ni blasfemaré. Nada he de decir sobre mi o culpabilidad inocencia, nada sobre mis motivos ni sobre mis actos. Solo habrá silencio ante esa masa hedionda.
Mi último pensamiento no será de odio. Será de amor, un amor inmenso a la vida y a los dones que la acompañan y de gratitud, de una gratitud eterna por cada latido y por cada respiración que mi insignificante y miserable ser ha tenido la suerte de sentir.