El anciano se apoya en el mostrador con la bayeta sobre su hombro derecho, gesto serio de vigilante que solo deja entrar en sus dominios a quien transmite confianza.
«Aquí mando yo, mi bar, mis reglas» El polvo en las botas y las pintas de vagabundo no le hacen ni pizca de gracia, tampoco los tatuajes. Es uno de esos tipos chapados a la antigua, curtido en mil batallas y de vuelta de todo.
El individuo que permanece parado en la puerta, tapando la luz del atardecer, como un perro apaleado, parece joven, musculoso y muy seguro de sí mismo, no obstante, es evidente que no está pasando por su mejor momento ¿Debería dejarlo pasar? Esos tipos engreídos, que se creen que lo saben todo y en verdad aún no saben una mierda de nada, solo traen problemas.
Por unos segundos, la imagen queda congelada, como un fotograma de una de Peckinpah. Una mosca gorda como un abejorro se golpea con tozudez contra la ventana, es persistente, como la estupidez humana; no debería querer salir, fuera solo hay desierto y lagartos esperando.
La cafetera descascarillada silva como un tren antes de partir, su interior hierve anunciando una tregua. El viejo tiene la impresión de que el joven forastero solo busca un lugar donde descansar, donde no se hagan preguntas incomodas. El anciano propietario no suele hacerlas, de esas ni de las otras, su política es vive y deja vivir. Así pues, ambos comparten ese momento - y muchos más que están por venir - sin apenas hablar, basta con un «hola» y un «adiós». Basta mirar al anciano a esos ojos azules para ver en ellos todo lo bueno que todavía hay en el mundo. Por su parte, el vetusto sabio, intuye cuales son las andanzas del joven y recuerda con nostalgia que cuando tenía la edad de su visitante, también solía tener las botas llenas de polvo.
Maravilloso!!!!!
ResponderEliminar