De todas las obras de arte que había en ese espacio, ella era la más bella y la que recibía los mejores elogios. Tras un mostrador de mármol pulido y reluciente, aguardaba siempre sonriente la llegada de los clientes Sofie, la bella y etérea Sofie, el sueño de André, el poeta que escribe sonetos en servilletas de papel y bebe café con un chorrito de coñac. La ama con devoción y en silencio, como se adora a un ser que no pertenece a este insignificante mundo lleno de fracasos y penurias, un mundo triste y sin sentido donde se reúnen los perdedores y los desahuciados. El mismo lugar donde antaño; en tiempos mejores se citaban intelectuales cuyos rostros y pensamientos decoran ahora las paredes de tan histórico lugar.
Suele llegar André cuando los últimos rayos de sol se filtran por el magnífico escaparate, iluminando a Sofie como a una figura de mármol esculpida por Miguel Ángel, eterna y perfecta.
No necesita más, se conforma con adorarla en silencio y a distancia. Un ser mezquino como él no puede aspirar a nada más que a eso.
Un día que se sentía muy fatigado, cuando se apeó del tranvía sintió un mareo horrible que lo dejó todo a oscuras por un instante. Cuando recuperó el conocimiento y pudo llegar hasta la cafetería, tardó unos segundos en procesar lo que estaba viendo.
Debía haberse desorientado y había entrado en otro local, en otra calle. El lugar era horrible, oscuro y deprimente. El interior parecía un mesón portuario del que salía un olor a pescado pasado y a serrín rancio.
Tras salir de allí despavorido, caminó dando vueltas por todo el distrito preguntando a los vecinos por el café de su amada Sofie. Ante las negativas y encogimientos de hombros, volvió a ese tugurio lamentable con el corazón en un puño ¿Qué le estaba pasando, cómo podía perderse en un barrio que conocía como la palma de su mano? Estaba empezando a sentir náuseas y escalofríos.
De vuelta a ese antro la cosa empeoró aún más. La camarera, una mujer fea y ordinaria como jamás antes había visto, con un cuerpo deforme y de andar patizambo, le explicó con una voz que parecía salida de una criatura cavernosa, que allí no había ninguna camarera con ese nombre. No sabía qué decir, debía estar soñando; una maldita pesadilla de la que no podía despertar.
Cuando llegó a casa y descolgó el teléfono lo comprendió todo. El mensaje de su psiquiatra era muy claro: le recordaba que debía continuar - sin interrupciones - con el tratamiento, pues de lo contrario, era muy probable que volviera a confundir la realidad con las ensoñaciones.
Por descontando decidió volver a su amada cafetería.