Yo era un gallo feliz. El rey del corral; hasta que un día el granjero Lloyd decidió que era el momento de mi abdicación, vamos que, eufemismos a parte, el bueno de Lloyd decidió
cortarme el pescuezo y hacer caldo de pollo conmigo.
Lo que sucedió esa
mañana neblinosa podría considerarse un milagro, uno de esos que
tanto le gustaban a la beata esposa del granjero, mujer corta de
estatura y de entendederas que afirmaba ver, sin ningún género de
dudas, la cara de la Virgen María en una mancha mohosa que apareció
el año pasado en la parroquia del pueblo. Estos dos cretinos que
decidieron poner fin a mi reinado, no podían imaginar lo que
sucedería ese día, algo que cambió para siempre su vida y arruinó
por completo la mía.
Los cerdos estaban
inquietos, aunque no era San Martín, bien sabido es que esas sucias
y miserables criaturas lo presienten todo. Los pasos del granjero
anunciaban que la muerte rondaba a las ocas y a los pollos. Los
cerdos no salían de la cochiquera, permaneciendo todos amontonados
al fondo del pestilente cubículo como los malditos cobardes que son.
Ignorante de lo que se avecinaba, yo cacareaba como siempre,
mostrando a las gallinas mi escultural cuerpo como si fuera un pavo
real en vez de un estúpido pollo con ínfulas de gallo. El hacha
oxidada del granjero estaba a punto de ponerme en mi sitio.
Ahora entiendo como
debió sentirse la pobre María Antonieta cuando la llevaron hasta el
cadalso, sucia, sin sus joyas y con la cabeza rapada.
Las manos de Lloyd
eran callosas y enormes y me apretaban el gaznate con tanta fuerza
que a punto estuvo de asfixiarme antes de decapitarme. Todo pasó en
un segundo. Lo último que vi, antes de perder para siempre el
maravilloso don de la vista, fueron los rostros despavoridos de mis
queridas y añoradas gallinas, un aren digno de un sultán.
Tras el certero
golpe que debía haber terminado con mi existencia, y que separó la
cabeza del cuerpo, este permaneció como si nada hubiera sucedido y
cuando Lloyd me soltó, comencé a correr como Forrest Gump,
provocando en mi huida tal asombro entre el resto de las criaturas
que esperaban ignorantes a que les llegara su turno como si no pasara nada, que
comenzaron a gritar y a desmallarse. Por su parte, el verdugo se
quedó quieto rascándose la cabeza mientras se reía como un idiota.
Supongo que os
estaréis preguntando como pude sobrevivir a semejante clase de
amputación fatal.
Al principio se
pensó en un milagro, una especie de intervención divina había
querido que el pobre animal permaneciera en el mundo de los vivos.
Menos mal que se atribuyó semejante capricho al buen Dios, seguro
que si el color de mi plumaje hubiera sido negro, la estúpida
granjera habría culpado a Satanás de tal abominación, aberración
maligna que, como todo el mundo sabe, solo puede eliminarse con el
fuego purificador.
Tiempo después,
cuando mi caso se hizo famoso y la ciencia lo estudió, hubo consenso
sobre que lo que pasó, por extraño e improbable que parezca, es
factible y, que la razón por la que permanecí vivo - si a eso se le
puede llamar vida - aun sin cabeza, fue debido a la morfología
cerebral de mi especie.
Me explico: Parece ser que los gallos y las
gallinas - que no somos precisamente la especie más inteligente del
planeta, eso es un hecho; tanto como que «otros» que se atribuyen esta
cualidad en exclusividad, en demasiadas ocasiones hacen nulo uso de
ella - tenemos la mayoría de la masa encefálica en la parte
posterior de la cabeza o tronco cerebral.
El hachazo dejó parte de
ese «cerebro» intacto y, por si esto fuera poco, un coágulo taponó
la herida impidiendo que mi horrenda estampida fuera como una
escena de una película de Tarantino.
Tras la decapitación
llego el horror, espeso y oscuro y sin final, ese horror del que
tanto hablaba el coronel Kurtz en esa maldita jungla ¿Qué sabría
él de eso? Solo el tal Johnny, ese que cogió su fusil, podía saber lo
que es esa clase de pavor. Solo alguien como él puede saber de lo que estoy hablando.
Esa ceguera eterna,
esa especie de muerte que no llega. Tener hambre y no poder abrir la boca - el pico en mi caso - para comer una papilla insípida que
entra directamente por un tubo introducido en el esófago; eso es lo que me alimentaba mientras era exhibido en las ferias de medio país
junto a el hombre lobo, la mujer pez y los siameses chinos. Un grupo
que causaba repulsión y lástima en la mayoría de los casos.
Asombro, miedo y curiosidad también son calificativos válidos.
Si
hubiera tenido ojos, habría visto esos rostros que me observaban
intentando comprender lo que estaban contemplando, sí hubiera tenido
mis oídos, habría podido oír sus cuchicheos y sus comentarios,
aunque mejor no oírlos, pues la mayoría eran crueles y no recibía
aplausos como el hombre forzudo o el que tragaba fuego. Ante mi
presencia solo había silencio, risas y chistes. En eso me había
convertido, del rey del gallinero a bufón de una corte de
retrasados, ¿y para qué? ¿Por qué mantener con vida a tan ruinosa
criatura? Por dinero, obviamente.
Mi penosa existencia
fue durante dieciocho meses, una fuente de ingresos nada despreciable para mis propietarios,
esa pareja de granjeros mequetrefes. Casi dos
años en el limbo, hasta que una mañana se les acabó el negocio a
esos dos sádicos.
Tras una de las ingestas de papilla, mi pobre
cuerpo comenzó a convulsionar y al fin mi corazón dejó de
latir.
Ni siquiera recibí un sepultura digna y lo más seguro es que
terminara alimentando a los coyotes. Tras mi muerte, el imbécil de
Lloyd pasó por el hacha a muchos de mis congéneres, pues tenía la peregrina creencia de que, si golpeaba con el mismo hacha y de la misma manera,
el milagro se volvería a repetir. Nunca des a un cretino un poder
que no pueda controlar.
Esta es mi
historia ¿Qué podemos aprender de ella? Supongo que solo una
cosa. Que hasta un pobre pollo que se cree gallo de pelea,
puede convertirse en leyenda.