De camino al trabajo, como todos los días veo los mismos rostros, los mismos bostezos y el mismo hastío. Mientras los ocupantes del vagón matan el tiempo revisando las mezquindades y banalidades que ofrece internet, me regocijo al pensar que por la noche voy a asistir a un concierto de Nick Cave. Puede parecer absurdo sentirse así por algo tan trivial, a fin de cuentas solo es eso, un espectáculo como otros tantos.
El iconoclasta que hay en mí, siente recelo de los altares y sus imágenes, tanto como de la adoración hacia cualquier clase de mito, más aún cuando estos son de carne y hueso y por tanto con las mismas miserias y defectos que cualquier hijo de vecino. No obstante, en este caso debo reconocer que soy culpable de semejante delito, pues siento esa clase de veneración hacía este chamán flaco lleno de cicatrices, cuya música y mensaje son para mí una especie de sustento vital, algo que por descontado, está por encima de la simple admiración que el trabajo de esta clase de artistas suele provocar en quienes disfrutan de su arte, sea este del tipo que sea.
Volviendo al plano terrenal, son las cinco de la tarde, mientras los más devotos seguidores, los absolutamente incondicionales hacen cola para conseguir los puestos que dan acceso al altar, el resto disfrutamos de los placeres del vulgo. Cerveza y torreznos.
¡Jugón, por fin llegó el día! Comenta, alzando la voz entre la cacofonía del atestado bar mi amigo C. Nótese que ha utilizado jugón, el célebre término acuñado en los noventa por Andrés Montes que la Real Academia de la Lengua no ha tenido a bien añadir al diccionario de nuestra versátil y extensa lengua, como sí ha hecho con otros que, aún siendo anglicismos perversos o incultos, sí merecen su inclusión según el criterio de los académicos de la lengua. Cualquier día, incluirán en el diccionario el vocablo utilizado por los jóvenes actuales cada tres minutos.
¡Joder tron, que bien ver a Nick Cave! ¿Eh tron? Claro, tron.
Tras las cervezas de rigor, nos disponemos, ahora sí a entrar al recinto. Tras el tedio de la espera, llega el ansiado momento, todo está listo para que aparezcan en escena los músicos, el primero en hacerlo es Warren Ellis, esa especie de genio loco adorable, con su barba de asceta, seguido por el resto de los componentes de la banda que acompañan al chamán de la tribu, el último en salir a escena, donde esperan los fieles, como los asistentes a esas ceremonias religiosas - tan alegres y musicales - con coro góspel, donde la congregación entra en una especie de catarsis, alzando las manos al cielo y dando gracias al creador por todos sus dones, mientras el predicador, alzando la voz, lanza proclamas tan peregrinas como las de los telepredicadores de las cadenas de televisión locales, seguidas estas por un coro de voces que entre palmada y palmada dicen: Aleluya.
Después del concierto - del que no voy a contar nada, para eso está la prensa y el resto de expertos en música, sea lo que sea eso, con la emoción a flor de piel - los asistentes, cincuentones la mayoría, aprovechamos para encontrarnos con amigos a los que echamos de menos porque solemos pasar demasiado tiempo trabajando y la pereza, el orgullo, o tal vez la costumbre, poco a poco nos va alejando.
Por mi parte, creo que aunque he captado el mensaje del Dios Salvaje del que habla Nick Cave, seguiré siendo igual de cretino y olvidaré pronto sus enseñanzas.
Fotografía. Mariela Rodríguez