Viejos
libros apolillados. Amontonados de cualquier manera; desparramados y
cubiertos de polvo, apenas dejan un pasillo para quien se adentra en esa
cripta por la que deambulo como un sonámbulo torpe que tropieza con todo lo que
tiene delante.
Ediciones
tan antiguas como las vigas carcomidas por las termitas que a duras penas
sostienen el techo de la vetusta librería donde se marchitan y enmohecen
cientos, tal vez miles de libros. Escritos por los fantasmas que por la noche,
cuando la vieja villa duerme, discuten sobre historia y filosofía en esta
caverna mohosa, regentada por una especie de don Quijote que ojea un libro bajo
la única luz que entra en este espacio claustrofóbico; un haz de luz que
permite ver esas diminutas partículas de polvo que flotan en el aire a través
de una ventana abierta por la que entra algo de aire fresco. Corriente que no
es suficiente para desterrar el olor a humedad y a papel mojado; a mierda de
ratón y meado de gato.
Salgo
algo mareado y la luz vespertina me ciega mientras mis ojos se adaptan a la luz
que inunda la plaza de esta pequeña aldea. De entre ese montón de
relatos que amarillean, me llevo un libro de Günter Grass. Un cuento tan raro
como el lugar donde aguardaba a que algún incauto turista como yo le diera una
oportunidad de volver a ver la luz. «Has tenido suerte, vieja ruina
polvorienta, hoy era tu día, de entre tantas obras tú has sido la
afortunada. Lo siento Don Pío, hoy no era tu día».
Vaya
donde vaya, siempre busco lugares como este, donde adquirir libros de segunda o
tercera mano, leídos y releídos; manoseados por curiosos que al final no se
deciden a comprarlos por muy baratos que sean. A la mitad del precio, o incluso
mucho menos de lo que costaron el día de la presentación. Ese día en que los
primeros afortunados – que olían a nuevo, olor único que a los humanos, sobre
todo a esos a los que sus semejantes llaman raros suele
fascinar – iban firmados. Ahora, esa dedicatoria está manchada de café o de
otra clase de ponzoña de color similar, pero que nada tiene que ver con esos
granos de sabor tan amargo. Mancha ultrajante que tapa por completo la
dedicatoria que con tanto amor dejó impresa su fallecido autor.
Esos libros de tapas destartaladas y páginas con los bordes tan retraídos como los huesos reumáticos de quién los leyó tiempo atrás, posando sobre ellos sus ojos acuosos, son el tejido del cosmos de la narrativa; las partículas elementales de lo divino y de lo humano, de lo sublime y lo mundano. Esa red invisible que da forma a todo lo que como especie somos y hemos creado. Es por esto, que quien da cumplido homenaje a estos prodigios, de un universo que comienza en la cuesta de Moyano y termina en los confines del mundo, agradece cada minuto que ha pasado recorriendo esos lugares.
